En estos días, la propuesta que se impone en la Convención Constitucional insta a una reflexión crítica sobre su curso y las sombras que proyecta sobre el futuro de Chile. Las recientes votaciones dejan en claro que la actual propuesta de Constitución está lejos de alcanzar un consenso amplio y, aún más inquietante, que el debate no progresa hacia la construcción de un pacto político sólido para enfrentar la crisis que hemos experimentado en los últimos años.
El cuestionamiento sobre si la tragedia es inevitable, especialmente al conmemorar los 50 años, cobra relevancia en este contexto. La propuesta actual parece ser más el resultado de un proceso en el que la autodestrucción ha predominado sobre la derrota. A pesar de contar con condiciones iniciales propicias para forjar un nuevo marco constitucional, hemos llegado a un punto crítico en nuestra historia.
Lo que observamos ahora se asemeja a una versión actualizada del esfuerzo de Jaime Guzmán por fusionar el conservadurismo moral, que restringe las libertades individuales, con la radical desregulación que desmantela los controles sobre las fuerzas del mercado, todo ello a expensas de los derechos sociales y la protección laboral y ambiental.
Esta tendencia se hace más evidente al examinar las normas ya aprobadas. La inclusión de una causal ambigua y genérica para declarar el estado de sitio plantea el riesgo de medidas que evocan los oscuros días de la dictadura. La promoción de la "libertad religiosa y de enseñanza" podría abrir la puerta a la discriminación institucionalizada, socavando los fundamentos mismos de igualdad y no discriminación.
El sistema electoral diseñado ad-hoc para asegurar la implementación de estas políticas es igualmente inquietante. Al fortalecer la coacción estatal en la promoción de ciertas visiones de la sociedad, se debilita la diversidad de pensamiento y se limita la posibilidad de un auténtico debate democrático.
La propuesta profundiza el modelo actual, priorizando el mercado sobre los derechos sociales y la protección laboral y ambiental. Esto refleja un desequilibrio en la valoración de los principios económicos en comparación con los derechos y las necesidades sociales.
Los retrocesos en materia de derechos sexuales y reproductivos, derechos laborales y la posibilidad de discriminación institucionalizada son motivos de preocupación fundamentales. Estos cambios no tienen precedentes en la historia constitucional de Chile y contradicen los avances en derechos humanos y libertades individuales que nuestra sociedad ha logrado.
Frente a la posibilidad cada vez más real de un rechazo, de ser así, será necesario articular aquello que la actual Convención no ha logrado o no ha querido lograr: la expresión democrática más amplia para acordar una voluntad común, representada por aquellos capaces de reflejar dicha amplitud.
Sin buscar emular experiencias pasadas, es posible extraer algunas lecciones del plebiscito de 1988. En aquel momento, el dictador intentó movilizar las pasiones tristes, centradas en el miedo, la antipolítica y el desprecio hacia los políticos, un sentimiento que hoy encuentra eco en diversos sectores. En contraposición, la oposición supo convocar las pasiones alegres, con diversidad ordenada y voces moderadas.
Es crucial recordar, en este contexto, un principio básico en los desafíos políticos: para ganar, es necesario decidir qué estamos dispuestos a perder. Si no lo hacemos, corremos el riesgo de perderlo todo, un error que la experiencia nos ha demostrado una y otra vez.
No obstante, habrá que esperar el desenlace de la actual Convención. Como reflejo del apoyo mayoritario de los chilenos, expresado en octubre de 2020, persiste el respaldo a una nueva Constitución, una que sea suficientemente buena en sus fundamentos, construida sobre bases de amplio consenso. Este es un llamado a la racionalidad democrática, una senda que el trabajo de la comisión de expertos ha demostrado factible. Solo a través de este camino podremos forjar una democracia iluminada por la experiencia y orientada hacia un futuro inclusivo.
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