Una derrota que interpela al socialismo

Las primarias, como toda elección, no consisten solo en elegir entre opciones políticas. También revelan qué narrativas resuenan, qué trayectorias convencen y qué figuras logran representar al votante común. Más allá de los programas, lo que está en juego es la forma en que los ciudadanos se ven -o quisieran verse- reflejados en quienes los representan.

La victoria de Jeannette Jara en la primaria oficialista sorprendió porque desarmó el guion previsto. Durante semanas, las encuestas proyectaban el triunfo de Carolina Tohá, respaldada por el llamado Socialismo Democrático, que ha demostrado pericia institucional, racionalidad política y una sostenida vocación de gobierno. Todo eso, sin embargo, no bastó. La pregunta, entonces, no es solo por qué ganó Jara, sino por qué perdió el socialismo. ¿Por qué no logró convocar, esta vez, a su electorado histórico? Por primera vez desde la recuperación democrática, un liderazgo proveniente del Partido Comunista superó -con amplitud- al conjunto de las fuerzas socialistas.

El éxito de Jara se construyó sobre otra base a la apelada tradicionalmente: representó una trayectoria de progreso, mérito y superación personal ante la adversidad. Encarnó una biografía que muchos chilenos pueden reconocer como propia, o como deseable. Su figura no se impuso por la retórica ni por el programa -breve y austero- sino por su coherencia vital. Fue leída no como la portavoz de una doctrina, sino como una versión posible de éxito en contextos difíciles. Una historia, más que una tesis. Y produjo ese efecto tan esquivo en política: confianza.

Paradójicamente, el Partido Comunista no venció desde su relato tradicional del expoliado, sino encarnando una figura de éxito sereno, de mérito sin arrogancia. No prometió revolución, sino reconocimiento.

El socialismo, en contraste, pareció confundir saber gobernar con saber representar. Encarnó la ética del deber, del saber hacer, de la responsabilidad. Pero no logró activar una identificación significativa con lo que verdaderamente moviliza adhesión: no solo razones, sino sentido. Fue eficaz, pero no entrañable. Ofreció razones, pero no promesas vitales. Y en tiempos donde el progreso se mide también en pertenencia, la eficacia se volvió insuficiente.

Tohá no carecía de una gran historia, pero no logró convertirla en interpelación. Su biografía, por sí sola, no bastó: le faltó narración. Lo que se desgastó no fue la candidata, sino el vínculo. Y este se vio erosionado por una campaña que no supo transformar una trayectoria de responsabilidad en un relato convocante. Donde antes hubo cierta épica, hoy solo hubo solvencia. Pero ¿qué es la responsabilidad sin un deseo que la anime? Hablar desde el deber ser, desde la razón técnica, confundiendo la conducción del Estado con la producción de sentido. Y el sujeto contemporáneo, aunque anhele orden, está antes que nada hambriento de sentido.

Esto permite recuperar una idea relegada: que en política se representa también con el cuerpo, con el tono, con la procedencia. La ciudadanía no solo responde a diagnósticos o propuestas certeras. También busca coherencia vital. No premia solo la denuncia, sino el reconocimiento. Quiere ser vista no únicamente en su carencia, sino también en su esfuerzo. No como víctima, sino como sujeto de dignidad.

El socialismo histórico, por contraste, ha consolidado su expertise en los intersticios del poder, pero ha extraviado su capacidad de producir sentido. Ha administrado bien, pero representado poco. Carece, hoy, de un horizonte distintivo, de una estética que diga algo más que eficacia. Como si gobernar bastara para convocar.

En parte, porque el relato de gestión eficaz, que antes ofrecía estabilidad frente a la incertidumbre, hoy no resulta suficiente en un clima donde lo que se anhela es el reconocimiento de trayectorias cotidianas. El elector ya no responde a la promesa de orden, sino a la experiencia de sintonía vital. La distancia no se explica solo por apatía, sino porque el sentido de responsabilidad, que antes movilizaba al votante progresista, esta vez no encontró cuerpo que lo encarnara. El deber, sin deseo, no convoca. En una primaria voluntaria, sin relato convocante, el elector responsable se convirtió en espectador pasivo.

Estas primarias recuerdan que sin representación, no hay conducción. Y que representar no es un ejercicio técnico, sino una forma de encarnar -con cierta coherencia entre vida, palabra y gesto- lo que se quiere proponer. La historia de Jara logró precisamente eso. Y por eso resultó creíble. Para el socialismo, esta derrota no debería ser un mero accidente electoral, sino un sacudo sobre la forma que busca interpelar al país. Donde representar hoy exige recuperar una sensibilidad social que no quede anclada solo en los valores del deber, sino que sea capaz de hablar -con igual legitimidad- al esfuerzo cotidiano de millones.

Un socialismo que no renuncie a su ser de izquierda, a sus ideas, pero sí amplíe sus formas de representación. Que hable no solo al indignado, sino también al esforzado. No solo al que exige reparación, sino al que espera reconocimiento. Porque la política no es solo deliberación racional: también es encarnación de un modo de estar en el mundo. Y para ser creíbles al hablar de futuro, hay que saber representar el presente y sus actores.

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