Una vieja incitación

En las elecciones parlamentarias de marzo de 1973, la oposición al gobierno de Salvador Allende, agrupada en la llamada CODE, no logró los 2/3 en ninguna de ambas Cámaras del Congreso Nacional, ello repercutió de modo decisivo y siniestro en el futuro inmediatamente posterior de Chile.

Ese evento democrático fue impresionante por la fortaleza de la conciencia y la organización popular, la derecha hizo uso de todos sus recursos polarizando el país como nunca, sin embargo, el veredicto de las urnas no pudo ser desconocido entre otras razones esenciales porque fue resguardado por las Fuerzas Armadas, en particular, por el esfuerzo y honorabilidad del comandante en jefe del Ejército, general Carlos Prats, que ejercía como ministro del Interior, cuya visión nacional garantizó la corrección del proceso electoral en plena concordancia con la tradición chilena.

El pueblo de Chile respaldó al gobierno legalmente establecido con un caudal de votos cercano al 45%, a pesar del boycot económico norteamericano, el paro patronal de octubre del 72 y el abierto sabotaje a la producción, el acaparamiento de productos y el mercado negro, incluso, a pesar de los propios errores de la Unidad Popular.

En ese marzo, el aprecio y el cariño popular quedaron fehacientemente comprobados y comprometieron la lealtad del Presidente Allende hasta las últimas consecuencias, tal como lo demostró pocos meses después, el 11 de septiembre en La Moneda, cuando prefirió morir a someterse a los generales traidores que le juraban lealtad y horas después dieron el cruento putsch militar, instalando la dictadura que asoló Chile, durante más de 17 años.

Con un resultado electoral inapelable, la acusación constitucional para deponer al Presidente de la República tuvo que ser desestimada por el núcleo rector que dirigía la sedición. Allende tenía un respaldo que hizo imposible el plan que desarticuló la economía para crear el clima propicio que lo destituyera usando el Congreso Nacional.

Entonces, la conjura volvió a la carga recurriendo a sus ramificaciones y vínculos con las Fuerzas Armadas, y fueron a golpear el portón de regimientos y cuarteles. En ese ámbito, bajo el paraguas de la "guerra fría", todo fue válido, desde la instrucción de oficiales en la llamada "contra insurgencia" y el socavamiento de la autoridad civil hasta las promesas de equipamiento militar, así como los créditos y comisiones de los negocios que habría una vez derrocado el gobierno popular. La conspiración llegó al extremo de asesinar al capitán de Navío Arturo Araya, edecán naval del Presidente Allende.

Los golpistas callaron sistemáticamente el compromiso de Allende con la "vía chilena", de avanzar al socialismo "en democracia, pluralismo y libertad", según insistía el líder popular en sus discursos. Por el contrario, utilizaron la fraseología ultra revolucionaria de unos cuantos para alentar la sedición en la oficialidad y romper la no deliberación política y el respeto a la institucionalidad que había legado el general Schneider al Ejército de Chile.

También los conspiradores usaron infiltrados en las poblaciones, como el siniestro torturador conocido como el "guatón" Romo, para dividir y desfigurar los objetivos de la izquierda. La mayor farsa fue el "Plan Zeta", un artilugio publicitario para justificar la más cruel represión política y social. El efecto final fue que hubo efectivos que se transformaron en verdaderas máquinas de matar, haciéndose ejecutores de un horror y una crueldad inenarrables.

La CIA que, en septiembre-octubre del 70 había fracasado al apresurarse entregando armas a un comando de hijos de oligarcas para secuestrar al general René Schneider que terminó asesinándolo, volvió al punto inicial: resolver el dilema político-institucional de Chile empujando el Ejército al golpe de Estado. Con la activa participación de la derecha chilena más siniestra y criminal se puso en acción una maquinaria que fría e implacable llegó a ese objetivo, derrocar a Allende e instalar la dictadura.

Ahora, en marzo del 2021, se conoce que desde el mismo gobierno se incitan hechos que trasgreden la legalidad, una vez más, la derecha ultraconservadora retorna al mismo punto, 48 años después de la conjura golpista de 1973, otra vez pretenden "sacar las castañas con la mano del gato" y sofocar la demanda del pueblo mapuche recurriendo otra vez al uso de la fuerza, lanzando el Ejército a reprimir.

Pero hay un pero. Aunque pudieran burlar la legalidad interna, el Derecho Internacional Humanitario ha logrado avances que han conseguido cárcel para los violadores de los Derechos Humanos, incluso en Chile, aunque no todos, hay criminales y terroristas que han sido encarcelados. Pinochet evitó la prisión haciéndose el "demente", es cierto, el dictador preparó su impunidad, pero no se puede tapar el sol con un dedo y en el penal de Punta Peuco está la prueba que señala que los que visten uniforme van presos y que a los civiles que los instigaron nadie los toca.

El dolor atroz que dejaron la Caravana de la Muerte y la Operación Cóndor, el bombardeo a La Moneda, los miles de detenidos desaparecidos, los ejecutados y torturados, los exonerados y exiliados, los abusos de poder y las penurias sociales que significó la implantación del neoliberalismo en Chile, esa carga terrible sobre el Ejército permanece medio siglo después sin borrarse, como lección para las nuevas generaciones. El terrorismo de Estado nunca podrá ser perdonado.

Pero, Piñera desprecia la memoria histórica y se guía por su insaciable personalismo y una irrefrenable codicia de poder. La reciente confesión del operador de Gobierno Cristian Barra revela que nuevamente civiles de derecha usan indebidamente sus cargos, trasgreden la legalidad y ejercen presión para provocar la injerencia castrense en materias de política contingente, en este caso, hacer uso de la fuerza militar sobre el pueblo mapuche.

El problema de fondo radica en que la intervención militar en la "macro zona sur" se sabe dónde comienza y no dónde termina. En otras palabras, involucrar al Ejército en operaciones contra las comunidades mapuche conlleva el riesgo cierto de agravar la situación y provocar una nueva tragedia con dolorosos hechos de sangre que dañarían gravemente la institucionalidad democrática del país.

Como reconoce Barra, el Ejército tuvo que asesorarse de abogados ante la incitación a acciones de fuerza que son sancionadas por el Derecho Internacional Humanitario, ahora vigente en nuestra legislación, de modo que inevitablemente terminarían otra vez en los Tribunales de Justicia con el procesamiento de los oficiales involucrados, entre los cuales -por cierto- no se siente incluido el instigador "delegado presidencial" ni sus mandantes, cómplices o encubridores.

Esto hace muy grave que el "renunciado" y deslenguado funcionario vuelva a su rol burocrático en la Subsecretaría del Interior. Eso significa que el Gobierno tuvo que removerlo ante el costo político y mediático de su torpe alegato, pero que Piñera sigue protegiéndolo. Una situación definitivamente inaceptable.

Desde octubre del 2019 que Piñera quiere descargar la ira que le provoca su propio fracaso declarando una guerra antipopular que el país rechaza. Ya ocurrió que el propio general jefe de zona tuvo que decir que no estaba en guerra con nadie, desmarcándose del gobernante, pero este no ceja en su ánimo de incitar una confrontación de trágicas consecuencias. Hay que frenarlo y evitarle a Chile un costo social irreparable.

En medio del proceso constituyente que debe dar a Chile una nueva Constitución lo que está en juego es decisivo. Es hora de la doctrina Schneider, el Ejército no debe ser un grupo de choque para respaldar las torpezas y codicia de la élite dominante, se debe respetar su rol institucional, profesional, no deliberante, cuya misión es servir a Chile y no a unos pocos.

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