¿Y si los liberales releen a John Rawls?

Hoy que muchos en Chile se declaran liberales, o en la búsqueda de sus valores, vale la pena releer a John Rawls, norteamericano, uno de los mayores filósofos políticos del siglo XX.

Ya en su “Una Teoría de la justicia”, en el “Liberalismo Político” y, sobretodo, “En el Derecho de Gentes y la Razón Pública” que aparece poco antes de su muerte el 2002, John Rawls colocaba las nuevas fronteras teóricas del liberalismo en términos aún más avanzados, no solo como régimen político institucionalizado, sino como realidad social donde libertad, democracia y justicia forman parte de un mismo proyecto.

Su teoría de la justicia abrió – ya en los años 70 - un debate filosófico y político apasionante sobre la idea de la “sociedad justa”.

Se trata de una teoría de la justicia como base de los derechos y obligaciones políticas de las instituciones hacia los ciudadanos en las sociedades avanzadas, pero también de una concepción moral que, superando la idea restrictiva y excluyente de la sola relación liberalismo/utilitarismo, coloca el tema del deber moral del conjunto de la sociedad hacia la prosecución de una nueva simbiosis de libertad y equidad, tendiendo a una verdadera noción pública de una concepción renovada de la justicia.

Rawls parte de la necesidad de formular principios que representen al conjunto de los seres dotados de una racionalidad capaz de establecer un compromiso de fondo y un sentido de cooperación en la búsqueda de un ideal de justicia que se sitúe en el ámbito de la “igualdad inicial”, o de la posición original con que cada individuo se encuentra al nacer.

Toda persona, indica Rawls, tiene derecho a un régimen de libertades básicas iguales en el ámbito de la compatibilidad de un sistema de libertades para todos.

Pero para que ello sea factible, es necesario que las desigualdades sociales y económicas se traten, sea en el marco de posibilidades de partidas abiertas a todos o de una equitativa igualdad de oportunidades, y a la vez, de un criterio de “discriminación”, es decir, de máximo beneficio de los miembros más débiles de la sociedad.

Contrato social y ética kantiana están en el centro de estas formulaciones. Esto consagra, de hecho, los principios de la libertad, de las oportunidades que un Estado moderno debe garantizar en el marco de una sociedad abierta, y el llamado “principio de la diferencia”, que es vital si se quiere establecer una política de equidad que reconozca la diversidad no solo de origen sino de condiciones para enfrentar la vida.

En “Liberalismo Político”, el centro es el conflicto ético; el conflicto sobre los valores, la verdad; sobre una visión del mundo indispensable para la convivencia civil y que, a diferencia del conflicto de intereses que es negociable, no es intercambiable, no tiene precio.

A partir de ello se plantea el dilema de fondo, de cómo es posible organizar equitativamente la convivencia en una sociedad que es por esencia pluralista, lo cual supone una diversidad de visiones y doctrinas morales, políticas y religiosas.

Rawls parte por considerar el pluralismo como un fruto de la libertad del razonamiento humano y, por tanto, como una característica permanente de la vida democrática; como un principio ineliminable que se afirma a través de la idea de la tolerancia.

Esto supone la aceptación de la diversidad individual y de grupos y, por ende, el surgimiento de una respuesta nueva y avanzada de organización de la vida de los hombres: la condición parcial, que da origen a la ciudadanía, de un destino político común que debe garantizar derechos y oportunidades y que impone deberes para todos como base del principio de justicia.

Al situar en la esfera de los principios políticos el acuerdo base del nuevo contrato, Rawls establece la supremacía de la política, pero - a la vez - la ubica sólo como una de las esferas de la vida social y espiritual de una sociedad.

De esta forma, fija lo que llama “I overlaping consensus”, es decir, el “consenso por sobreposición”, que permite que la legitimidad del sistema político, de sus reglas, instituciones y de la concepción de equidad que de él deriva sean respetadas y defendidas por todos a partir de sus particulares visiones éticas o religiosas.

Lo que importa es que los principios de igualdad ciudadana sean considerados como parte infranqueable de una común filosofía pública.

La ética pública requiere a partir de la “posición originaria” del sujeto, y desde este lugar construir la factibilidad de realización de los principios básicos de la justicia, entendidos en un sentido lato: respeto de los derechos fundamentales, paridad de oportunidades, respeto de las reglas y reciprocidad, que den sentido a la búsqueda de un destino común para todos los ciudadanos.

En el desarrollo de su teoría, Rawls incorpora dos conceptos de fondo que definen la esencia de su concepción de libertad : la idea de los “bienes primarios” y la de la “concepción moral de la persona”.

Ello le permite distinguir entre necesidades y aspiraciones, señalando que una política pública debe ocuparse de garantizar las primeras como base objetiva de una convivencia democrática, y una sociedad civil debe organizarse para que el ciudadano exprese, en las diversas intermediaciones, sus “preferencias y devociones”.

Los bienes primarios no son una “canasta de bienes tangibles”, sino un núcleo de pre requisitos que combinan bienes de calidad de vida y de derechos de ciudadanía: libertades básicas, libertad de trabajo, posibilidad de acceso real a las posiciones de poder, ingresos, bases sociales de dignidad y autorrespeto.

Esta metafísica de la justicia” de Rawls consagra un principio que está ligado, pero que va más allá del concepto de libertad del primer liberalismo.

La libertad es sobre todo autonomía, es decir, la vida no está determinada por un conjunto de fines que son establecidos de manera igual para todos; por el contrario, una sociedad justa es aquella que consagra el derecho a elegir diversas formas de vida y a establecer los medios racionales para obtener dichas expectativas.

Esto supone, como dice textualmente Rawls, que “los hombres son moralmente iguales, y esto significa que cada cual es capaz de entender la concepción pública de la justicia y colaborar con ella”

Es decir, los hombres están dotados de un sentido público del deber de la justicia, y de la potestad de perseguir sus fines particulares con absoluta libertad y legitimidad. Es, por tanto, un concepto de la búsqueda de la igualdad en la libertad, en el marco de una autonomía irrenunciable de cada cual a proyectar su vida y a cooperar con un proyecto común de justicia sin la cual esa sociedad estará expuesta a la negación de la propia libertad.

De esta forma, Rawls replantea aspectos esenciales de la teoría política, ya que se ocupa de la forma como las libertades políticas pueden garantizar la intervención de la sociedad civil en las decisiones, y, por ende, cómo disminuir la creciente apatía e indiferencia hacia la política que cruza nuestras sociedades democráticas.

Manteniendo la perspectiva del liberalismo igualitario, Rawls no plantea que para que una sociedad sea justa y estable en el tiempo se deba pedir la absoluta condivisibilidad de todos los valores, ya que esto altera la idea de fondo del respeto de las identidades, que es una parte sustancial de la libertad.

Rawls, al plantear un “consenso por sobreposición” entre el conjunto de los valores y aquellos que consideramos fundamentales para la vida en común, señala la necesidad de hacer condivisible un grupo de valores políticos y éticos de fondo, sin los cuales la propia pluralidad se transforma en conflicto permanente, tribalismo e intolerancia.

Las ideas de Rawls siguen siendo la base para una reflexión respecto de la idealidad del liberalismo y del progresismo hoy, en el segundo decenio del siglo XXI.

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