En un memorable pasaje musicalizado por Hans Eisler, Bertolt Brecht imagina un país en el cual no hay puentes ni tardes melancólicas, ni fríos inviernos, porque son peligrosos, porque en segundos tientan a cualquiera a atentar contra vidas que ya no pueden seguir llevando. Leyendo sobre el terrible caso de “La ballena azul”, siento una reminiscencia de eso mismo.
Escribir sobre el suicidio es algo que el hombre ha hecho desde Platón, su ambiguo detractor. Desde entonces, esta dramática acción ha encontrado amigos y adversarios por igual.
Me limito a bosquejar citas que el lector ya conoce. La respuesta del cristianismo es obvia y no amerita mayor abundamiento, la de la Ilustración no cierra filas en su favor, como podría esperarse, entendido éste, por muchos, como un acto fruto de la libertad individual.
Kant lo fulmina con ira. Hume, con un curioso matiz en su lectura materialista lo vindica siempre que no oblitere la responsabilidad moral del individuo. Durkheim lo vincula a la anomia del individuo, o sea a su inadaptabilidad social, la cual Albert Camus, a su vez, la ve como el resultado de una acción coercitiva emprendida por la propia sociedad contra quien piensa diferente. La idea, sublime y patética a la vez, trágicamente egoísta y socialmente punitiva, tiene una poderosa sustancia simbólica que no deja indiferente.
Es en este punto crítico en el cual la (supuesta) responsabilidad social del escritor se pone a prueba. Borges, ambivalentemente, habla de “esa puerta abierta”, que él mismo consideró en rondar varias veces. Kafka escribirá líneas más que memorables y sugestivas sobre su gravitante espectro. Rembrandt, Virginia Woolf y José María Arguedas se cuentan en quienes sucumbieron finalmente a sus demonios ¿Qué efecto tiene esta persuasión en el lector? ¿De qué manera remueve la visión de las cosas que construimos?
Fama es la cantidad alarmante de suicidios que generó “Werther”, con los consiguientes problemas para Goethe. Se comenta que Neruda decidió efectuar un giro en su estética tras los suicidios reportados tras la lectura de “Residencia en la tierra” (decisión más que lamentable viendo el panorama harto dispar de su obra posterior).
La muerte por mano propia de Marilyn Monroe y Kurt Cobain generó asimismo una lista de imitadores. Todos los casos correspondieron a jóvenes. No faltaron las voces acusadoras, principalmente del mundo religioso y político, denunciando al rock, denunciando a la literatura. La censura ultramontana es fácil aquí, para sellar las discusiones. Acallar antes que entender les es fácil a los carceleros del pensamiento y a los que buscan silenciar cómodamente todo lo que conspire contra su idílica visión del mundo.
Les guste o no a estos provectos señores, Internet abrió mil caminos a todos y toda cultura, toda palabra, toda imagen pueden conocerse abiertamente. Todo un triunfo de la libertad.
Pero hay una responsabilidad consustancial que quizás no se ha ejercido adecuadamente. Con un ratio cada vez mayor tenemos noticias de suicidios adolescentes, sus máximos consumidores. Algunos incluso se han quitado la vida en vivo.
En foros diversos se discute, se recomienda, se aconseja a favor y en contra de la radical decisión. La agenda de un joven suicida parece irracional, pero tiene sentido. Ha sido dejado de lado, sus padres lo ignoran, no tiene amigos en el mundo real. Rescatarlo es lo evidente. Pero llega tarde la ayuda. La intención real de quienes propician la autodestrucción de un niño es lo que debería indagarse. Esta situación, ignorada por muchos, pareció reflotarse con el extraño caso reciente de “La ballena azul”.
Algo irresponsablemente, un semanario ruso vinculó la desaparición de más de ciento ochenta jóvenes a causa de un oscuro juego en línea llamado “La ballena azul”, denominado así porque el rolemaster hace las veces del cetáceo que lleva a la manada al varamiento letal. Hoy se sabe que la cifra es menor.
Aunque realmente no se haya podido comprobar de manera directa la responsabilidad del juego en la trágica desaparición de estos chicos, aquí hay un problema serio que debe combatirse con todas las armas disponibles. Felizmente, ya existe un detenido: el supuesto líder, un mocoso de veintiún años llamado Phillip Budeikin, lacra cuyo discurso, de regusto fascista, llama la atención.
Dice haber acogido a los solitarios, a los despreciados, y, al mismo tiempo, haber efectuado higiene social con los que él consideraba indeseables. Temo que el asunto no va a detenerse ahí. Movidos por la curiosidad, el desamparo, el aislamiento, esos niños lo han buscado a él y otros desalmados que los llevaron a tan capital decisión para la que considero que no están preparados en absoluto. Ni tendrían por qué estarlo.
¿Dónde está la solución? ¿Cómo detener esta ola de suicidios adolescentes? Claramente prohibiendo puentes, tares melancólicas o inviernos fríos, no.
Contrariamente a lo esperado, el devenir tecnológico no ha hecho sino enfrentarnos más que a certezas, a fantasmas, y aún a los más aterradores que los más optimistas creían desterrados.
Hoy el caso parece diluirse más que en la desarticulación de los verdaderos originadores de este horror en una curiosa atomización de diferentes voces que se atribuyen, sin ningún pudor, la paternidad de este juego.
Podrán silenciar a esta siniestra “ballena”, algún otro cretino continuará embaucando a más niños solitarios con otro chisme. Lo cierto es que hemos normalizado la violencia, hemos normalizado la vejación, la burla del que no es como la tribu de la cual tanto te jactas. Siempre habrá alguien del otro lado de la pantalla sacando réditos de eso. Si hay aguas por donde navegan estas ballenas no es el supuesto libertinaje de Internet sino en las de tu ignorancia y tu desidia. Y vaya que negras parecen ser.
Un espectro digital los está guiando al marasmo, deslizándose con total impunidad a lo largo de profundas aguas que apenas conocen sus padres. Negar el océano es inútil y estúpido. Escuchar a nuestros hijos ya, sin pudibundeces y respetando su integridad de personas es la única solución para que no acaben, sin retorno, varados en una playa desolada y sin fin.
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