Por primera vez en nuestra historia los sufragios de alcaldes y concejales irán acompañados por la elección de los gobernadores regionales. Por lo mismo, ya han comenzado las “autodesignaciones” y las declaraciones cruzadas a fin de asegurar un cupo en la papeleta del 2020.
Sin embargo, lo que rodea a los sufragios no sólo se relaciona con las nominaciones. Cuando hay elecciones parece haber un clima distinto que hace crecer los niveles de interés y despierta una dimensión política que varios llevan escondida.
A su vez, comienzan a florecer una serie de aspectos que llaman la atención de politiqueros. Uno de ellos se relaciona con las aristas comunicacionales de las estrategias de campaña, las que parecen haberse sofisticados a niveles insospechados en el último tiempo.
¿Para qué seguir redundando en lo mismo? Todos hemos escuchado alguna vez el impacto del (¿mal?) uso de la tecnología en el triunfo de Trump, del Brexit e, incluso, de Bolsonaro.
Hilando un poco más fino, podemos referirnos también al nacimiento del M5S en Italia, al surgimiento del Partido Pirata en Islandia y a la conformación del “Keyboard Army” de Duterte en Filipinas. Todos hitos que grafican el impacto de Internet en la política.
Hace un par de años, Nathaniel Persily, profesor de Stanford, se preguntaba si la democracia podría sobrevivir a estas nuevas plataformas.
En su visión, ya no hablábamos sólo de sofisticadas herramientas de microtargeting y de una eficaz movilización vía redes sociales, sino que de una serie de factores nocivos que abarcan desde la difusión de noticias falsas al descontrolado uso de bots (cuentas automatizadas).
Sin ir más lejos, en las últimas votaciones estadounidenses estos bots habrían explicado un 20% de la difusión de noticias electorales.
De acuerdo a Persily, la más reciente campaña estadounidense habría revelado ciertas vulnerabilidades de la democracia contemporánea, especialmente en lo que se refiere a las noticias que reciben los votantes.
Las técnicas legítimas dieron paso al uso deliberado de la desinformación para influir en las actitudes sobre un tema o sobre un candidato (lo que el profesor define como propaganda), y el uso del lenguaje incendiario u odioso, propio de plataformas como Twitter, se hizo notar de forma significativa.
En esta misma línea, hace unos meses se estrenó el documental de netflix “The Great Hack” (Nada es privado), el cual nos permite tener una idea de la magnitud de este fenómeno.
Si no ha tenido la oportunidad de verlo, se lo resumo en dos líneas: trata sobre cómo una empresa logró crear perfiles psicométricos de los votantes estadounidenses con el objetivo de microsegmentar la publicidad en Facebook y persuadirlos. Con datos personales de los usuarios obtenidos oscuramente, habrían logrado identificar 13,5 millones de votantes probables de Trump en 16 Estados claves. Y por si fuera poco, también habrían identificado al votante de Clinton con el objetivo de implementar estrategias para reducir su participación.
Si hace pocos años Internet parecía cumplir aquella promesa de robustecer la democracia liberal expandiendo el empoderamiento e involucramiento ciudadano - lo cual explica, en parte, por qué personas como Bernie Sanders, Donald Trump o Bolsonaro lograron desafiar al establishment -, también es cierto que la proliferación de noticias falsas y la propaganda en la esfera pública han transformado estas herramientas en una verdadera amenaza social.
En este contexto, cabe preguntarnos si nuestro país está preparado para enfrentar los desafíos que conlleva el masificado uso de redes sociales en época electoral.
Si la respuesta es negativa, entonces urge que nos pongamos a trabajar seriamente en una institucionalidad adecuada.
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