Con la Última Cena, el jueves santo se convierte en un día especial en la vida de la Iglesia, porque en esa circunstancia Jesucristo instituyó el sacerdocio y la Eucaristía. Por eso, al mediodía del jueves santo el clero de todo el mundo se reúne en torno a su obispo, para renovar las promesas sacerdotales.
Sacerdocio y Eucaristía quedan indisolublemente unidos, desde el momento en que el Hijo de Dios asume su propia pascua. Así, la pascua de antaño, que anticipaba la salida del pueblo de Dios esclavizado hacia la Tierra Prometida, llega a ser la nueva y definitiva pascua, mediante la cual Jesucristo libera a la humanidad entera con la perspectiva del Reino de paz, de justicia y de amor.
Consecuentemente, el sacerdocio instituido por Jesucristo conlleva las exigencias fundamentales del testimonio de la propia pascua.
El sacerdocio ministerial no ha sido el mismo en la historia de la iglesia. Desde su función esencialmente servidora del pueblo de Dios, evolucionó hacia su clericalización, en un proceso histórico y paulatino que fue asimilando, cada vez más, las prerrogativas de la administración del poder eclesial.
En el extremo de dicha involución, el sacerdocio ha llegado a convertirse en signo de lo sagrado y en símbolo de lo eclesial. En el extremo opuesto, el pueblo de Dios se ha asociado a lo profano y a lo mundano. Tal conceptualización no es ficción, sino realidad inobjetable. Es la visión que el mundo tiene de la Iglesia; una mirada que importa mucho, porque en el mundo están los destinatarios de su tarea esencial.
El devenir histórico reciente ha dejado al descubierto un cúmulo de situaciones, que delatan la "corrupción del Evangelio" de parte de cierto clero, que si bien no es generalizada, afecta ineludiblemente la imagen eclesial.
En ese proceso, ni siquiera la "revolución de la misericordia" del Papa Francisco ha conseguido desconectar del juicio público, el descrédito que el clero ha endosado a la Iglesia, imponiéndole un desprestigio social innegable. Y si lo clerical expresa lo sagrado, la imagen de Dios ha sido también dañada socialmente por la clericalización del sacerdocio.
En consecuencia, la “ausencia de Dios” que caracteriza a la cultura imperante, en cierto modo remite a la crisis de la Iglesia, y ésta, a la crisis del clero.
Es innegable la existencia de una crisis sacerdotal. No sólo porque las estadísticas revelan una tendencia de largo plazo a la reducción de las vocaciones al presbiterio, sino porque en la base hay una realidad más compleja. En esa base está la evolución acelerada de una cultura que provoca, en muchos aspectos, una brecha de incomprensión creciente entre la forma de vida sacerdotal y la vida común de la gente.
Las que ayer eran valoradas como verdaderas virtudes cardinales, atribuibles al sacerdocio ministerial, en la actualidad no logran ser comprendidas. En tal sentido, la consagración total y radical a Dios, el servicio incondicional del pueblo de Dios, el celibato, la santidad de vida, así como los votos de pobreza, castidad y obediencia, no consiguen, sino, constituirse en demostración flagrante de las contradicciones del clero. Incluso, muchas de aquellas virtudes de antaño, se han convertido en signos de desconfianza y de alerta.
Visto así, la historia ha despojado al sacerdocio ministerial de uno de sus atributos esenciales, como es ser signo de contradicción fecundo, a la manera de Jesucristo.
Un laicado acostumbrado a experimentar las fragilidades cotidianas de la vida, habituado a luchar y a organizarse para conseguir los más elementales derechos y que ha aprendido a esperar el futuro con más incertidumbre que certeza, no puede sino desconfiar de un sacerdocio ministerial ordenado para mandar, para asegurarse determinados privilegios, para gozar todavía de cierta consideración eclesial o para acceder a las seguridades del futuro.
Con más realismo que molestia, hay que reconocer que el sacerdote de hoy y de mañana no será reconocido como un buen pastor, si no une su testimonio a la pascua de Jesucristo, a la fragilidad y a la humillación del Hijo de Dios, hasta la cruz. Ello implica convertir la vida sacerdotal en fortaleza, capaz de confrontar -con total libertad y parresía- a los poderosos del mundo que vulneran al pueblo de Dios, especialmente, a los más débiles.
Sólo así, el ministerio sacerdotal podrá recuperar su virtud esencial, de ser signo de contradicción, en medio del hastío que sufren tantos hijos e hijas de Dios. Sólo así el sacerdote será reconocido por su pueblo como un buen pastor. Y si esto es exigible para los sacerdotes, cuanto más lo es para quienes están investidos del ministerio episcopal.
Ése es el testimonio jerárquico de Jesucristo, ofrecer la propia vida como un servicio para que otros la tengan en abundancia (Jn 10,10).Todavía hay tiempo, porque otra forma de ser Iglesia es posible.
Desde Facebook:
Guía de uso: Este es un espacio de libertad y por ello te pedimos aprovecharlo, para que tu opinión forme parte del debate público que día a día se da en la red. Esperamos que tus comentarios se den en un ánimo de sana convivencia y respeto, y nos reservamos el derecho de eliminar el contenido que consideremos no apropiado