Grave derrota moral de la Iglesia chilena

El padre Fernando Karadima acaba de sufrir un infarto cardiovascular. Con 87 años de edad, la mayor parte de ellos los vivió al amparo de lo  que algunos definirían como la plenitud de la vida sacerdotal de un hombre sin grandes virtudes humanas. Ello, para quienes comprenden la plenitud sacerdotal como la obtención de la máxima reverencia y consideración social, a la que puede aspirar un miembro del clero.

Sólo en los últimos siete años de su vida afloró lo que algunos sabían, en la complicidad de sus conciencias jerárquicas, y lo que otros sabían desde el oscuro lado de su condición de víctimas.

En el umbral de la vida, la persona de Fernando Karadima pierde trascendencia. Aquellos actos sombríos, impunemente resguardados por una amplia red de protección jerárquica, quedarán sometidos al juicio de la historia, y sobre todo al juicio ineludible que le cabe a toda acción humana, el de la justicia divina.

Más allá de los numerosos delitos que se le imputan, si trasciende al devenir histórico esa institucionalidad eclesial que fracasó en su capacidad de hacer justicia, en favor de las víctimas y en favor del arrepentimiento del causante.

Así, entra a los anales de la historia la ficción del Código de Derecho Canónico (CIC), en su más esencial pretensión, cual es emular la justicia divina en el ámbito de la Iglesia.

Los hechos demuestran su ineficacia para conseguir que el “castigo de los delitos en general”, ya sea, imponiendo “penas medicinales o censuras” o “penas expiatorias”, resultan pueriles a la hora de “reparar el escándalo, restablecer la justicia y conseguir la enmienda del reo.” (CIC 1341).

El mismo Derecho Canónico establece que “se considera que ha cesado en su contumacia el reo que se haya arrepentido verdaderamente del delito, y además haya reparado convenientemente los daños y el escándalo o, al menos, haya prometido seriamente hacerlo.” (CIC 1347 § 2).

En la práctica se demuestra que, en demasiados casos de abusos de menores, las penas “medicinales o expiatorias”, impuestas por la Iglesia, no consiguen el fin de reparar el escándalo, ni restablecer la justicia, ni consiguen enmendar al autor de los delitos. Es más, en la mayoría no hay evidencia de arrepentimiento, ni reparación de los daños.

Los hechos son reveladores y demuestran que la institución eclesial entera falló en su capacidad de hacer justicia.

Tal vez, la mayor paradoja de este desolador episodio de la historia eclesial de Chile, sea que la culpa personal de Fernando Karadima queda subordinada a la enorme responsabilidad institucional que le cabe a una Iglesia, que permitió la ocurrencia reiterada de estos hechos, que garantizó su impunidad y que no tuvo el coraje de aplicar un castigo ejemplificador.

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