La Navidad tiene una extraña manera de desarmarnos. Aun a pesar de los años que han pasado desde mis primeras navidades, algo en esa escena -un niño recién nacido, una madre joven, un padre silencioso, una noche fría, un lugar prestado- sigue hablando por debajo del ruido. Tal vez porque ahí se guarda una de las ideas más exigentes y tiernas del cristianismo. Dios no eligió mostrarse desde la altura, sino desde abajo.
En casi todas las religiones hay grandeza, poder, señales imponentes. La Navidad, en cambio, pone el centro en una fragilidad. Si el mensaje cristiano quisiera impresionar, habría escogido un palacio; si quisiera intimidar, habría escogido un ejército; si quisiera "probar" su fuerza, habría escogido un milagro innegable. Pero el corazón de esta fiesta es lo contrario. Un Dios que decide entrar al mundo como entramos todos, sin credenciales, sin defensa, sin otra autoridad que la confianza de un abrazo.
Ahí está el misterio que conmueve y desconcierta: ¿Por qué el Dios Todopoderoso aceptaría los límites de lo humano? ¿Por qué elegir el cansancio, la intemperie, el llanto, la dependencia total? La respuesta no se deja encerrar en una fórmula, pero la intuición es clara. Es porque el cristianismo no pone en el centro una idea, sino una persona; y no pone en el centro cualquier persona, sino la persona humana tal como es, con su dignidad intacta aun cuando todo alrededor sea precariedad.
La humildad navideña no es una pose. No es "hacerse pequeño" para quedar bien. Es un gesto radical. Dios se coloca del lado de quienes no cuentan, de quienes no tienen lugar, de quienes deben pedir posada. No viene a enseñar desde un podio, sino a compartir la vida desde adentro. Y eso cambia el mapa moral del mundo. Desde esa noche, lo humano deja de ser un detalle en el universo y se vuelve un santuario: lo que le ocurre a un niño, a una madre, a un pobre, a un extranjero, ya no es un asunto secundario. Es, en el lenguaje cristiano, un lugar donde Dios quiso habitar.
Por eso la Navidad es pedagógica. Nos enseña sin discursos. Nos dice que la grandeza no se mide por imponerse, sino por servir. Que la verdadera fuerza no es la que humilla, sino la que sostiene. Que la autoridad más alta puede expresarse como cercanía. Y que la humildad no es despreciarse, sino dejar de ponerse como centro: aprender a mirar al otro como fin, no como instrumento; como hermano, no como escalón.
Si uno se toma en serio esa escena, la soberbia queda, al menos por un momento, sin argumentos. ¿Con qué derecho mirarnos por encima del hombro, si Dios eligió el camino de la sencillez? ¿Con qué derecho tratar a alguien como menos, si Dios se dejó reconocer en lo pequeño? La Navidad, cuando no se reduce a adornos, es una crítica dulce pero firme a nuestras jerarquías de vanidad. Al culto de la apariencia, del éxito ruidoso, de la superioridad moral.
Y al mismo tiempo es una invitación luminosa. Si Dios se hizo cercano, entonces también nosotros podemos aprender la cercanía. Podemos hacer espacio. Podemos volver a poner a la persona en el centro, no "la persona" como eslogan, sino el rostro concreto -el que sufre, el que espera, el que se equivoca, el que necesita-. En eso consiste, quizá, el amor cristiano. En tomar en serio la dignidad del otro, incluso cuando no ofrece nada a cambio.
La Navidad, al final, no nos pide entenderlo todo. Nos pide algo más simple y difícil. Nos pide acoger. Aceptar que la ternura puede ser más transformadora que la fuerza. Y recordar que el misterio de un Dios hecho niño no es una evasión del mundo, sino una manera de decirnos que cada vida humana -la frágil, la pobre, la anónima, la recién comenzada- merece reverencia.
Por eso esta fiesta sigue volviendo, año tras año, como una lección de humildad envuelta en amor. No porque niegue el dolor, sino porque lo acompaña. No porque simplifique la vida, sino porque la ilumina desde adentro. Y porque, en esa cuna modesta, el cristianismo nos susurra su convicción más central. Lo más grande se puede decir con ternura, y lo más santo puede comenzar en lo más humano.
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