He estado en un foro en el Colegio Médico Regional Santiago discutiendo acerca del presupuesto. Escuchamos primero a Javiera Martínez, directora de Presupuestos, y luego escuchamos un trabajo desarrollado para la gremial por Tania Morales, ingeniera civil industrial y exfuncionaria de la propia Dipres si acaso he entendido bien. A continuación estuvimos en un panel con economistas y gestores hospitalarios públicos. Días después fuimos invitados a conocer de los resultados de un trabajo que, bajo el formato de la Escuela de Salud Pública, realizaron Arteaga, Tortella y Lagos para referirse al tema de la eficiencia en salud; y que recibió los comentarios de Cid, Wilhelm y Greibe, antes de los cuales el propio Cid, en su calidad de director de Fonasa, expuso libremente acerca de la materia.
Producto de las experiencias anteriores vuelvo a pensar que la incursión del Estado en salud le obligaría a compatibilizar dos asuntos: la política fiscal -es decir, la legítima preocupación por el gasto público, que encuentra nítida expresión en el presupuesto que se aprueba año tras año en el Parlamento a proposición del Ejecutivo- con la política sanitaria -es decir, la legítima preocupación por responder a los requerimientos de la población, en particular a la demanda por asistencia cuando la enfermedad ya no pudo evitarse, es decir, en lo principal, el gasto hospitalario-.
Tal es la tragedia de la red hospitalaria pública, de enormes dimensiones y gran despliegue a lo largo de nuestro territorio, largo, angosto y accidentado, que obligaría al Estado a resolver bien la cuestión presupuestaria si asume con verdadera responsabilidad la necesidad de hacerlo. Y no como ahora, en que producto de la estrechez, los presupuestos hospitalarios se acaban, en promedio, en el mes de octubre.
Ya hemos hecho ver con anterioridad, por ejemplo, las "fallas de Estado" que se aprecian en esta necesidad de compatibilizar políticas, cuando los hospitales no cuentan con los recursos básicos necesarios para reponer sus equipos -su capital, que se deprecia año tras año como en cualquier empresa-, cuando éstos fallan o alcanzan su vida útil y generan discontinuidad de cuidados. La interrupción de servicios, por esta razón, en el sector privado sería inaceptable, por la renta perdida. En el caso de los hospitales públicos, por la salud perdida de los pacientes, cuyo diagnóstico tarda más de lo razonable y cuyo tratamiento se hace crecientemente inoportuno. Si bien no es esta la única razón, basta con dar una mirada a las listas de espera.
Lo que venimos observando, desde hace ya un par de décadas, es que el presupuesto de apertura de los hospitales públicos, que es la expresión más nítida de la política fiscal -esto te doy porque esto es lo que tengo, dados mis ingresos, lo que difícilmente podría ser de otro modo-, no se compadece con lo que finalmente termina siendo el gasto, que circula por encima del presupuesto de apertura y que, suponemos, resulta del interés de la política de salud por entregar a la población los servicios que necesita. El cierre anual de esta brecha es un descalabro indescriptible de la ejecución presupuestaria, habida cuenta de la bicicletón a que nos hemos estado acostumbrando en los últimos años, puesto que se hace uso de la apertura presupuestaria del año siguiente para ejecutar el gasto presente. Sin hacer mención de la informalidad que este tema introduce en la gestión de los hospitales, cuando se recurre a proveedores sin siquiera órdenes de compra.
Entonces tenemos una brecha, una distancia entre lo que quisiéramos que fuera el gasto -el deseo de la política fiscal, que se expresa en el presupuesto- y lo que finalmente, año tras año, termina siendo el gasto. El gráfico siguiente, desplegado en Clapes UC por la propia directora de Presupuestos el año pasado, muestra la situación del presupuesto de apertura del Subtítulo 22 para el financiamiento de bienes y servicios, que en la práctica es el único rubro que los hospitales administran, incluso para completar sus déficits de dotación. El Subtítulo 21, de recursos humanos, se administra centralizadamente, asignándose a los servicios -hospitales- dotaciones y glosas presupuestarias cerradas que no admiten transferencias entre sí.

Cuando cabe explicar las razones de esta distancia surgen en primer lugar los argumentos de la improductividad y la ineficiencia del gasto que los hospitales realizan. Esto es sorprendente, porque toda la discusión pública sobre la materia versa sobre este punto, que se desprende del paradigma -permítanme ahora sí denominarlo así- de la política fiscal. Algo así como gastar mucho para lo que se produce. Y se dejan caer sobre la mesa sendos estudios de la Comisión Nacional de Productividad, de prestigiosos centros académicos y de medio mundo que desea opinar sobre la materia, en los foros o por escrito, como por ejemplo en los foros que se mencionan en el primer párrafo de este documento. En esto los economistas nos han ganado el quién vive, al punto que hasta los salubristas hablamos de la improductividad. Y sigue cayendo sobre los hospitales públicos esta maldición que es un estigma y una vergüenza. Pienso que algo habrá de todo eso, lo sé, pero también pienso que hay muchos hospitales que hacen muy bien su trabajo y que en el promedio son juzgados inmerecidamente. Es cosa de ver los resultados del sistema de evaluación anual de los Establecimientos Autogestionados en Red, institucionalidad que hemos creado y desarrollado para el efecto de medir los desempeños.
Pero hay algo más. No toda la ineficiencia que se juzga con cargo a la gestión de los hospitales puede ser atribuida a eso. Mucha de la ineficiencia surge también del centralismo con que en la actualidad se administra el sistema hospitalario público, centralismo que está reñido con la idea que se podría tener a propósito de la "autogestión" -cuya ley en la práctica no se cumple, porque tales hospitales jamás formulan su presupuesto para discutirlo con nadie y simplemente reciben el presupuesto que se les asigna, con aparatosas ceremonias mediante-. Daremos solo tres ejemplos del citado centralismo.
En primer lugar, cuando no se asignan los cargos necesarios para la producción, bajo los estándares que el propio nivel central determina, ocurre que los hospitales tienen que comprar servicios de mano de obra, que son mucho más caros, si bien tiene la ventaja de que se transfiere el riesgo del ausentismo a un tercero. Hace rato que lo vienen haciendo, la dotación se ha ido quedando muy atrás. En segundo lugar, cuando la glosa de honorarios es escasa, pasa lo mismo que en el caso anterior y esto implica pagarle una comisión a la empresa que provee los servicios. Y por último, volvemos al tema de los equipos que, vencida su vida útil, golpean con fuerza el presupuesto de mantenimiento y de reparaciones y compra de repuestos, siempre y cuando los hospitales no inventen ingeniosos mecanismos no autorizados y más caros para garantizar la continuidad de servicios, a veces críticos, como es el "arriendo" de equipos. Las dos primeras cuestiones descritas impactan en la curva azul del gasto del Subtítulo 22. La tercera es cuento aparte.
El problema es que aun cuando corrijamos la brecha por los dos tipos de ineficiencias declaradas -las que los estudiosos asignan a los hospitales y la que en este documento atribuimos también al nivel central-, persistirá una brecha de tamaño significativo entre el presupuesto de apertura y el gasto ajustado.
Tal brecha es, a mi entender, el verdadero problema. Un asunto estructural que representa la distancia entre dos conversaciones -la de la política fiscal y la de las políticas de salud- y que pone en el tablero la responsabilidad del Estado -no la formal sino la efectiva- por la salud de la población. En efecto, por la línea azul de la gráfica transitan las necesidades de atención de la población, cuya expectativa de vida sobrepasa en la actualidad los 80 años. Una población añosa, cuya patología se ha concentrado ya muy intensamente en los años finales de la vida y que demanda por asistencia en los hospitales. Cáncer, accidentes cardiovasculares, artrosis de cadera, patología de columna, salud mental -de moda por estos días-. En fin, un conjunto de problemas que determinan la carga de enfermedad, que no asumimos con claridad al momento de la formulación de los presupuestos. Como decimos en salud pública, esta es la realidad epidemiológica, la de la curva azul, no la de la naranja, que es la que tendrá un generoso incremento del 5,7% el próximo año.
Esta distancia entre curvas, esta brecha, a mi juicio, sería una materia que el país debería avanzar en resolver a través de una conversación sensata, informada e instruida entre las partes. Difícil, pero necesaria. Sin embargo, me dice mi jefe que, a su juicio, esa brecha no se cierra nunca. Tal vez tenga razón, pero hoy por hoy hay una cuestión estructural de la que cabría hacerse cargo en el sector público: carga de enfermedad versus gasto.
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