Cuando el odio se normaliza: alerta para un nuevo ciclo político

Coescrita con Alfredo Misraji, presidente de la Comunidad Judía de Chile (CJCh)

Cada gobierno hereda problemas urgentes y otros que prefiere postergar. El antisemitismo suele quedar en esta última categoría: incómodo, mal entendido, fácilmente relativizado. Pero en el Chile de hoy, seguir tratándolo como un asunto secundario ya no es una opción.

En los últimos años, el país ha sido testigo de una escalada sostenida de incidentes antisemitas: sinagogas vandalizadas, símbolos religiosos destruidos, amenazas a instituciones comunitarias, hostigamiento a personas identificables como judías. No se trata solo de actos aislados ni de "excesos" en el contexto de debates internacionales. Es un patrón que ha ido instalando una pregunta silenciosa en parte de la comunidad judía chilena: ¿Está el Estado dispuesto a protegernos?

Las cifras ayudan a dimensionar el problema, pero no lo explican del todo. Según la encuesta Global 100 (2024) de la Liga Antidifamación (ADL), Chile encabeza los índices de antisemitismo en América Latina: cerca de la mitad de la población adulta sostiene prejuicios antisemitas significativos, y un porcentaje alarmante relativiza o distorsiona el Holocausto. Estas creencias no viven en el vacío: se traducen en una legitimación social del hostigamiento, en silencios incómodos frente a la violencia y en una peligrosa confusión entre crítica política y odio basado en la identidad.

Lo ocurrido el fin de semana pasado en Sídney, Australia -el brutal asesinato de 15 personas durante una celebración pública de Janucá en Bondi Beach- muestra, con una crudeza imposible de ignorar, qué sucede cuando el odio se deja crecer sin consecuencias. No es un "exceso" ni un episodio aislado: es el punto de llegada de un clima donde la deshumanización se vuelve aceptable, las amenazas se banalizan y la violencia termina pareciendo, para algunos, una forma legítima de acción.

Pero el problema no se limita al odio explícito. Hay algo más corrosivo: la sensación de abandono. Miembros de la comunidad judía en Chile han dejado de usar símbolos religiosos en público. Instituciones comunitarias han debido reforzar su seguridad privada. Líderes comunitarios han recibido amenazas sin que existan respuestas claras del Estado. La relatora especial de Naciones Unidas lo ha señalado con claridad: cuando existe un patrón de violencia basado en la religión, el Estado no puede ser un mero espectador silencioso.

El riesgo de este escenario no es solo para una comunidad específica. El antisemitismo es históricamente un indicador temprano de deterioro democrático. Allí donde se normaliza, las instituciones comienzan a fallar en su rol más básico: garantizar que todos los ciudadanos puedan ejercer su fe y su identidad sin miedo. No es casualidad que los organismos internacionales lo consideren una forma particularmente persistente y adaptable de odio.

En Chile, el marco institucional para enfrentar este fenómeno es débil. La legislación contra la discriminación es general y reactiva; no existe una política pública integral contra el antisemitismo ni estándares claros para identificarlo, prevenirlo y sancionarlo. Mientras otros países han avanzado en planes nacionales, definiciones compartidas y educación sistemática en memoria histórica, convivencia democrática y pensamiento crítico, Chile sigue actuando de forma fragmentada, cuando actúa.

El inicio de un nuevo gobierno abre una oportunidad -quizás la última antes de que la normalización del odio se vuelva estructural- para corregir este rumbo. Adoptar herramientas internacionales, fortalecer la formación cívica y ética, capacitar a funcionarios públicos y condenar con claridad el antisemitismo no es un gesto simbólico ni una concesión política. Es una obligación del Estado democrático.

Combatir el antisemitismo no es elegir un bando en un conflicto lejano ni limitar la libertad de expresión. Es trazar una línea clara entre la crítica legítima y el odio. Es afirmar que ningún grupo puede ser reducido a estereotipos, responsabilizado colectivamente o expuesto a la violencia por su identidad. Chile ha construido, con esfuerzo, una narrativa de respeto y pluralismo. Esa narrativa se pone a prueba no cuando es fácil sostenerla, sino cuando exige incomodar, educar y actuar. El antisemitismo es hoy uno de esos puntos de inflexión.

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