Hace más de 300.000 años en un lugar de África, parte de un clan de los primeros humanos modernos, salió como siempre en busca de comida dejando a cargo de custodiar el precario campamento nómada a uno de sus miembros. Éste prestaba especial atención a las bayas acumuladas durante el día anterior, alejando a otros animales e insectos que intentaran llegar a ellas. De esta manera cumplía fielmente la misión encomendada por la pequeña y vulnerable comunidad a la que este humano pertenecía. Sin embargo, un día descubrió que podía sacar algunas bayas para su provecho y que nadie lo notaría. Así lo hizo y eso se convirtió en una práctica que le otorgó mejor alimentación, mejor salud y por ende una mayor capacidad reproductiva transmitiendo de esta manera sus genes a su privilegiada descendencia. La corrupción había debutado en la humanidad prolongándose como un rasgo de supervivencia hasta nuestros días.
Descubrir que traicionando la confianza de otros se pueden lograr beneficios superiores a los que se obtienen por medio de la violencia física, a cara descubierta, es un rasgo evolutivo notable. En efecto, cuando la consigna inexorable es sobrevivir, tal como lo era hace miles de años en el extremadamente hostil escenario del Paleolítico Temprano, cualquier reproche ético no tenía entonces efecto alguno.
Por contraste, en el presente, el ser humano encara ambientes menos estresantes donde abusar del poder para conseguir alimentos que aseguren la sobrevivencia es una conducta totalmente innecesaria. Sin embargo, los genes que durante milenios permitieron un éxito evolutivo parecen haberse arraigado en la biología humana pues ante el poder confiado por la comunidad a alguno de sus miembros, propician que éste abuse para beneficio propio casi por instinto.
Esta es una hipótesis plausible que sirve para explicar pero en ningún caso justificar la corrupción generalizada que se observa cuando el grupo es incapaz de controlar a quien le confiere el poder. Y así como en el Paleolítico de África los miembros del clan no implementaron medidas adecuadas para evitar el robo de bienes comunes por parte de uno de los suyos, en el Chile actual el propio pueblo tampoco lo ha hecho. Es más, hace varios milenios cuando los humanos tenían capacidades intelectuales primitivas, probablemente no tenían certeza de que eran víctimas de la sustracción de las bayas pues no sabían contar y por ende no podían comparar la cantidad de esos frutos antes y después de algún eventual hurto. En la actualidad los chilenos víctimas de la corrupción también debemos tener limitaciones, pero de otro tipo, que nos impiden identificar con nitidez y anticipación la diversidad de fechorías que cometen quienes gracias a nosotros ocupan altos puestos en los tres Poderes del Estado.
En efecto, podemos suponer que hace miles de años el clan seleccionó a alguien para que vigilara al custodio de las bayas, fracasando en el intento de esta proto-fiscalización pues el segundo compró el silencio del primero. Probablemente entre ambos, controlador y controlado, se repartieron el botín. ¿Suena familiar?
Sin embargo, a otro de los miembros de ese lejano clan prehistórico se le ocurrió trazar con una varilla en la tierra el contorno del conjunto de bayas, y al regresar al campamento supo si alguna había sido retirada debido al hueco que dejó en la figura. El mismo miembro posteriormente decidió llevar consigo una piedrita por cada baya y de regreso reasignó cada una de ellas a uno de esos frutos, sabiendo si faltaba alguno al quedarse con una piedrita de más. Este hombre primitivo no solo había inventado la geometría y la aritmética; sino había ideado un método para encarar la corrupción.
Seguramente los chilenos azotados por la corrupción debemos implementar métodos mucho más eficaces para encararla pues aunque tengamos capacidades superiores a nuestros ancestros paleolíticos, el ambiente aquí es mucho más adverso por cuanto hoy ya asegurada la supervivencia que hace milenios estuvo en riesgo, lo que ahora enfrentamos es perversión pura.
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