La inmigración es un fenómeno mundial, de eso no cabe duda alguna. La modernidad y la masificación de los medios de transporte han permitido como nunca el movimiento de las personas de un punto a otro de la tierra por diversos motivos: buscando oro, mejores oportunidades, escapando de los campos de concentración, guerras civiles, expulsiones, narcotráfico, desastres naturales, entre muchísimos otros factores.
Pese a ello, nuestro país se ha mantenido al margen de las grandes oleadas de migración mundial; los pobres de Europa no llegaron precisamente a Chile, sino que quedaron entre Venezuela, Brasil, Uruguay y Argentina, tierras lógicamente más cercanas y cuyo pasaje era más económico que venir a esta tierra confinada. Luego, con la Gran Depresión, la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Civil Española fueron pocos los eventos en que nuestro país recibió a migrantes; de hecho, podemos recordar uno solo, el barco Winnipeg en 1939, por la intermediación de Pablo Neruda.
Nuestro país, querámoslo o no, tiene un carácter insular con respecto al mundo, la cordillera, el desierto y el mar nos aislaron geográficamente del resto. Chile fue un país pobre, el último territorio de la conquista donde cada cierto tiempo un terremoto destruía lo poco que se había levantado, muchas razones no tenían los europeos de venir a un territorio así.
Hasta la generación de la gran mayoría de nuestros abuelos o bisabuelos las personas vieron que su paisaje vital se encontraba el campo y los cerros o entre el mar y los cerros, o entre el desierto y los cerros, siempre había un límite imaginario, una barrera -imaginaria o no - entre Chile y el resto del mundo.
Nuestros padres llegaron a las ciudades recientemente pujantes, industriales o agrícolas y los de mi generación vimos como todo cambió vertiginosamente: la Internet, telefonía celular, correo electrónico, las videollamadas, los viajes en avión de clase turista, la masificación del automóvil junto a la ampliación de la banca se dieron en un lapso no mayor de 20 años.
El sociólogo contemporáneo Zygmunt Bauman escribió en 2002 que el espacio propio era un espacio con fronteras que era posible ajustar e impermeabilizar; se podía, en efecto, impedir la intrusión, y regular y controlar estrictamente la entrada.
Desde el 2010, las crisis de gobierno venezolana y la humanitaria en Haití produjeron un nuevo fenómeno, el de la inmigración acelerada y no planificada; explotó en la cara y la clase dirigente no advirtió mayores acciones, salvo cuando comenzó a haber un generalizado sentido de malestar.
Y no es de malestar por el migrante, sino porque las costumbres, la forma de vida, lo que siempre fue y se consideró como nuestro hasta hace muy poco se ha visto permeado y, siendo sincero, lo nuevo causa temor y es difícil de asimilar. Chile no es un país desarrollado ni cosmopolita, sus fronteras no son permeables fácilmente y nuestro lenguaje cotidiano denota una forma bastante especial de ver el mundo.
Yo (perdón lo ególatra) vivo en Estación Central - si me ha leído anteriormente lo debe saber- y he visto como la comuna ha cambiado, como la esquina de General Velásquez con la Alameda es el nuevo sitio de reunión de los desempleados migrantes y el paradero de muchos haitianos que llegan con sus maletas y miran para todos lados y no saben siquiera donde están. Aclaración, llegan como turistas buscando el sueño sudamericano.
Los departamentos donde vivo son altamente cotizados dado que son antiguos, espaciosos y donde vivía una familia chilena hoy caben hasta ocho personas y ni hablar de los galpones que muchos inescrupulosos “habilitan” como lugares para “vivir” en espacios de dos por dos cobrando un arriendo irracional, aprovechándose de la carencia crediticia de estas familias.
Si uno camina por la Alameda, los que antes eran comercios de chilenos hoy han sido desplazados, aprovecharon las oportunidades que otros no tuvieron en cuenta (oferta y mercado). Anécdota simpática fue la de ir a comprar a Meiggs o Patronato ropa para estas Fiestas Patrias y ser atendido por personas que no sabían por qué los niños y adultos nos vestimos así en septiembre. No es que nuestra identidad sea nacionalista, pero es un botón de muestra. La identidad moderna se volvió líquida diría Bauman.
La inmigración es un choque cultural, de ambos lados; mirar y dar alocuciones de ella desde cierta perspectiva económica y social hacia abajo parece ser tarea fácil; sin embargo, el aprender a vivir todos juntos, como una realidad a la que se debe hacer frente de forma diaria, no se soluciona con un proyecto de ley tardío o con buenas intenciones, porque la ley filtrará la entrada o regularizá a los que ya están, pero son las historias, las costumbres y las formas de ver la vida las que están colisionando pero que se pueden complementar. Jamás imponiendo una sobre otra ni dando pie a la discriminación o la xenofobia; debiese, en el mejor de los casos, ser una asimilación paulatina, cultural y educacional, no de golpe como se han dado las recientes migraciones.
No se puede imponer un discurso cosmopolita donde debemos abrazar la migración por que sí, como un axioma sin cuestionamiento, pero tampoco podemos tener la mirada altiva de creer que somos los únicos que cabemos en esta tierra.
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