En los momentos más difíciles que enfrenta un país, como lo es una tragedia colectiva, se revelan ciertos líderes cuyas acciones, lejos de intentar aplacar el dolor o unir, parecen avivar las llamas de la división y el conflicto, destinadas a profundizar las heridas y explotar las fracturas existentes. Sin adentrarnos en jergas psicológicas, podemos observar cómo, en tiempos de catástrofes, algunos encuentran una oportunidad no para aliviar, sino para afianzar su propia posición a costa del bienestar colectivo.
Estas figuras, que podríamos llamar liderazgos tóxicos, pueden encontrarse en cualquier ámbito de nuestra vida colectiva: en la política, medios de comunicación, redes virtuales, etc. Tienen un talento peculiar para resonar con nuestras inseguridades más profundas, manipulando el miedo y la incertidumbre para su propio beneficio. Al proyectar sus propias inseguridades y fracasos en otros, sean estos adversarios políticos o sectores de la sociedad, distorsionan la realidad de tal forma que pareciera que ellos serían los únicos capaces de ofrecer auténticas y eficaces soluciones.
Es imprescindible reconocer que la conducta de estas figuras no emerge de un vacío, sino de un caldo de cultivo social y político ya predispuesto a ciertas formas de manipulación. La proyección de fallos personales o grupales sobre el otro -un mecanismo de defensa bien documentado en la teoría psicoanalítica- se manifiesta aquí no solo a nivel individual sino colectivo, ofreciendo a la sociedad un chivo expiatorio sobre el cual descargar las ansiedades y frustraciones acumuladas.
Lo preocupante de esta dinámica es cómo se explotan las emociones más básicas e intensas -el miedo, la ira, el anhelo de protección- con el propósito de forjar lealtades que, si bien pueden parecer sólidas y fervorosas, descansan sobre bases frágiles y promesas ilusorias. La indignación se convierte frecuentemente en el sentimiento más recurrente, emanando de una falsa percepción de superioridad moral de aquellos que proclaman tener las respuestas. Sin embargo, detrás de esta fachada no se encuentra una genuina moralidad, sino una justificación de ambiciones personales y frustraciones, disfrazadas de rectitud. No hay nada moral en aquellos, sino solo justificarse moralmente que es algo muy distinto. De esta manera solo perpetuán un ciclo de dependencia y división, alejando a la sociedad de un entendimiento mutuo y soluciones conjuntas.
Este juego de espejos no solo desvía la atención de los verdaderos problemas que enfrentamos como sociedad, sino que también erosiona la confianza en nuestras instituciones y en nosotros mismos como comunidad capaz de dialogar y encontrar soluciones conjuntas. Frente a este escenario, la pregunta que surge es cómo podemos, como sociedad, reconocer y desafiar estos patrones de liderazgo que, lejos de beneficiarnos, perpetúan ciclos de división y malestar. La solución, compleja pero necesaria, se ancla en fomentar un diálogo donde la crítica constructiva y la necesaria deliberación no se eviten, sino que se consideren pilares fundamentales para el avance.
La situación requiere considerar el tipo de liderazgo que queremos y necesitamos en momentos de crisis. Liderazgos que, en lugar de aprovecharse de nuestras vulnerabilidades, nos ayuden a enfrentarlas; que en lugar de dividirnos, nos unan en la búsqueda de soluciones compartidas. En última instancia, la fortaleza de un país se mide por su capacidad de superar juntos los desafíos, reconociendo que, en la diversidad de pensamiento y en la solidaridad, radican nuestras mayores esperanzas y superación.
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