Más Estado, pero con rostro humano

Hace unos días se publicó el informe Tenemos que Hablar de Chile, elaborado por las universidades de Chile y Católica. En él, más de 12 mil personas compartieron sus temores, frustraciones y anhelos. El resultado no fue solo un diagnóstico de desigualdad, sino una suerte de radiografía emocional del país. Miedo, incertidumbre, desesperanza y orfandad: palabras que resumen no solo lo que nos falta, sino lo que nos duele.

Para quienes vivimos o trabajamos en las comunas del norte y poniente de Santiago, estas palabras no son un hallazgo académico, sino una constatación cotidiana. No se trata solo de pobreza o abandono, sino de algo más profundo: una sensación de desprotección y de no saber bien a quién recurrir. Porque cuando no hay certezas, cualquier cosa puede parecer amenaza. Y cuando las instituciones no están, o están de forma errática, la confianza se erosiona.

La inseguridad en estos barrios no es solo un problema policial: es también un síntoma de esa fractura de confianza. Cuando una madre teme que su hijo no vuelva del colegio, o un adulto mayor vive encerrado por miedo a la calle, estamos hablando de algo más que delitos. Estamos hablando de vínculos que se han roto, de la pérdida de una promesa que alguna vez representó la palabra "Estado".

Pero el mismo informe también ofrece una pista: la ciudadanía no pide menos Estado, sino más. Solo que lo quiere distinto. Un Estado que no llegue solo cuando es tarde o cuando hay que castigar, sino uno que esté antes. Que cuide. Que oriente. Que acompañe.

Durante los meses en que me tocó asumir la alcaldía de Independencia, en 2024, esa fue nuestra preocupación: estar presentes donde hacía falta. Limpiamos calles, instalamos cámaras en los barrios, fiscalizamos locales que abusaban, establecimos normas claras como el "toque de queda comercial" para barberías y peluquerías, y creamos una defensoría de personas mayores, porque la soledad, aun viviendo acompañado, también puede doler. Lo hicimos porque entendíamos que una autoridad no puede limitarse a administrar: tiene que construir comunidad, sostener vínculos, dar señales de que hay un piso común.

Con voluntad, en poco tiempo se pueden iniciar cambios reales. Pero para sostenerlos se requiere más que esfuerzo: se necesitan políticas públicas de largo aliento, equipos comprometidos, recursos bien dirigidos y una convicción ética que no se reduzca a cifras.

La política, en su mejor versión, debería servir para recomponer la confianza perdida. No se trata solo de prometer más seguridad, más limpieza o más atención a las personas mayores. Se trata de reconstruir ese pacto básico según el cual el Estado no es un aparato lejano, sino una presencia que da sentido y protección. Un Estado que nos haga sentir que, al menos en lo fundamental, no estamos solos.

Porque cuando un país entra en un bajón emocional, como hoy, no basta con hablar fuerte. Hace falta hablar claro, actuar con coherencia y volver a tejer lo común. Ahí empieza la verdadera seguridad.

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