Auto-ridades destruyendo ciclovías para resolver la congestión

En el debate público sobre la congestión urbana proliferan discursos que, desde un sesgo profundamente automovilista, señalan a las ciclovías como responsables de la reducción de capacidad vial y, por ende, del caos en el tránsito. Esta lectura, simplista y desprovista de rigor técnico, no sólo desconoce la evidencia empírica acumulada en materia de planificación urbana y de transporte, sino que además actúa como cortina de humo para no enfrentar el verdadero origen de la saturación vial: la expansión descontrolada del parque automotor.

Chile ha experimentado un sostenido crecimiento de su flota vehicular durante la última década. Según cifras del Instituto Nacional de Estadísticas (INE), el parque automotor nacional superó los 6,5 millones de vehículos en 2023, con un aumento de 4,6 % respecto al año anterior. Para dimensionar el problema, cada año ingresan al sistema urbano el equivalente a una ciudad completa de automóviles adicionales. Sin embargo, la infraestructura vial no crece a ese ritmo, y mucho menos lo hace el espacio urbano disponible, que es finito y disputado.

Lo que muchas autoridades omiten mencionar es que más vehículos en movimiento implican más espacio para estacionarlos una vez que se detienen. Se estima que un automóvil pasa más del 95 % de su vida útil detenido, y ese espacio para estacionar suele ser el mismo que otros modos requieren para circular: calles, veredas, plazas y ciclovías. El automóvil, así, no sólo consume espacio cuando se mueve; lo monopoliza también cuando se estaciona. En este contexto, el crecimiento del parque vehicular produce un doble efecto de desplazamiento: primero, desplaza a modos más eficientes como la bicicleta y la caminata; segundo, consume espacio público que, al dejar de estar disponible para la circulación, incrementa la congestión. Es un ciclo vicioso que recuerda al del colesterol: lo que el sistema intenta metabolizar se transforma en bloqueo interno. No es el ciclista quien obstruye el tránsito, sino la masa acumulada de automovilistas que exige espacio para moverse y, acto seguido, para estacionarse en cada rincón de la ciudad.

Paradójicamente, ante la evidencia de saturación, algunas autoridades locales adoptan medidas regresivas, como la eliminación de ciclovías, bajo la lógica de "recuperar espacio para los autos". Este razonamiento no sólo es técnicamente erróneo, sino que representa una rendición ideológica ante un modelo de movilidad inviable. Al eliminar infraestructura ciclista se profundiza la dependencia del automóvil, se inyectan más autos a las calles, se debilita la multimodalidad urbana y se castiga a quienes no tiene auto, o, aun teniendo auto, optan deliberadamente por modos más sostenibles, eficientes y rápidos como la bicicleta. Esta decisión desincentiva opciones racionales de movilidad y perpetúa un sistema que privilegia la ineficiencia del automóvil para moverse en los lugares densos de la ciudad.

El populismo vial opera aquí con plena fuerza: se promete orden eliminando las ciclovías, sin tocar la raíz estructural del problema: la sobredemanda de espacio derivada del uso abusivo e indiscriminado del automóvil particular. Esta narrativa busca culpables entre los usuarios más visibles pero menos responsables del colapso vial, mientras deja intacto el privilegio estructural del auto, que goza de subvenciones indirectas en forma de espacio público para circular y estacionar.

Culpar a las ciclovías de la congestión es tan absurdo como culpar a los vegetales de la obesidad. Es una acusación sin fundamento técnico, pero con profundas implicancias simbólicas. Representa el triunfo -momentáneo- de la inercia urbana sobre el diseño racional. Revertir este escenario no requiere sólo infraestructura, sino también un cambio de narrativa: entender que una ciudad funcional no es aquella que permite que todos los autos se muevan al mismo tiempo, sino aquella que ofrece alternativas eficientes, seguras y equitativas para que no todos necesiten un auto para sobrevivir.

El verdadero embotellamiento no es vial, es ideológico. Y su tratamiento no pasa por eliminar ciclovías, sino por reducir la dependencia estructural del automóvil, planificar y redistribuir el espacio público para priorizar modos de transporte más humanos, más sanos y más sostenibles.

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