Algo anda mal cuando lo común -eso que debería remitirnos a lo compartido, a lo colectivo- se convierte, para miles de personas, en una carga insoportable. Los gastos comunes en edificios y condominios de la Región Metropolitana han subido casi 10% en solo un año, según los últimos datos. En algunas comunas como Puente Alto, Macul o Las Condes, las alzas superan con creces el promedio. Pero más allá de los porcentajes, lo que preocupa es lo que estos datos nos están diciendo: la vida cotidiana en comunidad se está precarizando, y los municipios están mirando para otro lado.
El alza sostenida de los gastos comunes no es sólo un problema económico, es también una señal de agotamiento del modelo de gestión de la vida urbana, donde la administración de lo cotidiano ha sido delegada casi por completo al mercado o a estructuras comunitarias desprovistas de apoyo institucional. La consecuencia más evidente es que, frente a cobros abusivos, falta de información o conflictos entre vecinos, el Estado se ve lejano. Y eso incluye, de manera muy especial, a los gobiernos locales.
Hoy, en cientos de comunidades del Gran Santiago, las personas viven con angustia sus gastos comunes: no entienden lo que pagan, no tienen cómo reclamar, no confían en sus administraciones. Las y los arrendatarios, que representan un porcentaje creciente de la población urbana, quedan excluidos de decisiones que igualmente afectan sus bolsillos. Los adultos mayores se enfrentan a gastos que muchas veces superan su jubilación. Y quienes intentan organizarse, chocan con una maraña legal que impide soluciones justas y oportunas.
Frente a este cuadro, los municipios deberían actuar con decisión. Pero lo cierto es que no existe una política municipal clara ni articulada en torno a los gastos comunes y la vida en comunidad. Y no es porque no haya posibilidades: hay instrumentos, capacidades técnicas, e incluso experiencias puntuales en algunos territorios que demuestran que es posible tener un rol más activo y protector frente a estas problemáticas.
Lo que falta es voluntad política. Falta asumir que la convivencia en edificios y condominios también es un tema público, que la calidad de vida urbana no puede medirse solo por metros cuadrados, sino por el tipo de relaciones y seguridades que las personas construyen en su día a día. Y ahí, el municipio tiene una responsabilidad irrenunciable.
La pregunta es ¿por qué los gobiernos locales han renunciado a ese rol? ¿Por qué, salvo excepciones, los municipios no acompañan, no regulan, no median en los conflictos que surgen al interior de las comunidades?
No se trata de estatizar la vida comunitaria, sino de reconocer que hay derechos en juego, y que lo común -como los gastos comunes- no puede quedar librado a la lógica individual del "sálvese quien pueda".
Lo que está en crisis no es sólo el modelo de financiamiento de los edificios, sino el modo en que entendemos la política local. Una política que, si quiere ser realmente transformadora, no puede seguir desentendiéndose de los problemas que estallan en los pasillos, en las juntas de vecinos, en los ascensores que no se reparan porque no hay fondos o porque nadie sabe quién decide.
Hoy lo urgente no es sólo bajar los gastos comunes, sino recuperar lo común como principio político. Y para eso, necesitamos municipios que se comprometan, que escuchen, que actúen. No como jueces, pero sí como garantes de condiciones mínimas de justicia y transparencia.
En definitiva, la urgencia radica en que los municipios asuman su rol insustituible como protectores de la justicia y la transparencia en la vida comunitaria, dejando de lado la indiferencia y actuando con decisión frente a la creciente problemática de los gastos comunes.
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