El 18 de junio de este año, una importante tragedia se comenzó a desarrollar frente a las costas de Canadá, al perderse contacto con la nave Titán, mientras se sumergía a visitar los restos del naufragio del Titanic. Hasta el momento, la evidencia indica que el Titán no resistió la presión, terminando en un desenlace fatal. Casi exactamente 400 años antes, el 19 de junio de 1623, nació Blaise Pascal, uno de los científicos y pensadores más importantes de Occidente, y cuyo apellido está profundamente unido a ese mismo concepto de presión.
Llegado el Renacimiento, el desarrollo de sistemas de regadío y fuentes decorativas se enfrentó con un inesperado obstáculo: era imposible bombear agua hacia arriba a una altura mayor que 10 metros. Galileo fue comisionado para entender y resolver este problema, sin éxito. Pero en 1643, uno de sus estudiantes, Evangelista Torricelli, propuso que -al bombearla- el agua no subía por una fuerza ejercida desde arriba (en la parte superior de la bomba habría, simplemente, vacío), sino por una fuerza ejercida desde abajo, debida al aire que nos rodea. Esa idea dio origen al concepto que hoy llamamos "presión", y en particular, a la "presión atmosférica", de la que tanto escuchamos en los reportes meteorológicos.
Hacia 1647, Pascal sabía de los experimentos de Torricelli. A partir de ellos, Pascal concluyó que, si la presión atmosférica se debía al aire sobre nosotros, entonces debía ser menor en la cima de una montaña. La débil salud que padeció toda su vida no le permitió comprobarlo por sí mismo, pero eventualmente convenció a un cuñado de ayudarlo, verificando que la predicción era correcta. Pascal continuó haciendo diversas contribuciones al estudio de fluidos en reposo y movimiento, estableciendo en 1653 la llamada ley de Pascal, por la cual un fluido transmite un cambio de presión en todos los sentidos posibles. Una ley que está detrás de inventos tales como la jeringa o la prensa hidráulica. En honor a sus múltiples aportes a este campo de investigación, la unidad oficial de presión lleva su nombre.
La idea de una presión atmosférica era extraña a principios del siglo XVII, porque cotidianamente no sentimos el peso del aire sobre nosotros. Pero los experimentos de Torricelli y Pascal mostraron que era algo muy real y, sorprendentemente, ¡nada de pequeña! Aproximadamente, la presión atmosférica a la que estamos sometidos es equivalente a la presión que sentiríamos en la palma de la mano si apoyamos sobre ella una masa de... 100 kilogramos. No nos damos cuenta porque, como observó Pascal, la presión es ejercida en todas direcciones, entonces esa tremenda fuerza también es aplicada por el aire que está debajo de nuestra mano. Resultado neto: no sentimos nada especial. Pero si faltara el aire por un lado, sería terrible. De hecho, lo podemos comprobar al succionar el aire desde una cajita de leche con una bombilla hasta que se "achurrasca".
Eso no sucede gracias a la gran potencia de nuestros pulmones. Más bien éstos, al extraer aire, dejan indefensas a las paredes de la cajita, y es la enorme presión atmosférica la que la aplasta.
Pero así como Pascal mostró que la presión disminuye si subimos un cerro, entonces también debería aumentar si bajamos. Es lo que sucede al sumergimos en el mar: a mayor profundidad, mayor presión. Con la diferencia de que el agua es mucho más densa que el aire, así que la presión aumenta mucho más rápidamente: una columna de agua de sólo 10 metros de altura ejerce la misma presión que toda la atmósfera sobre nosotros.
Por ello, descender a profundidades extremas puede ser realmente peligroso si no se toman los resguardos adecuados. Y es lo que, aparentemente, no sucedió en el lamentable viaje de OceanGate al visitar los restos del Titanic, que están a unos 4.000 metros de profundidad, donde la presión es unas 400 veces la que nuestros cuerpos soportan a diario.
En su momento, la investigación detallada de los hechos podría indicar con más precisión lo que sucedió, pero todos los indicios apuntan a que una combinación de materiales no adecuados, ensamblados también de manera no adecuada, o con mantención no rigurosa, causó que la estructura no resistiese, siendo aplastada por la enorme presión circundante, cobrando la vida de quienes estaban en su interior.
¿Se pueden evitar siempre futuras tragedias? Nunca es una pregunta sencilla de responder. La historia del transporte por tierra, mar y cielo está plagada de eventos lamentables, ya sea por defectos de diseño, fiscalización no adecuada de los estándares de seguridad, imprudencias, o variables no consideradas originalmente. La ciencia y la tecnología, progresivamente, nos permiten analizar las razones en cada caso, y encontrar soluciones que han logrado que nuestros viajes sean cada vez más seguros, ya sea en automóviles, trenes, aviones, submarinos o cápsulas espaciales.
La ciencia avanza, permitiéndonos aventurarnos a terrenos antes imposibles. Pero la misma ciencia también nos advierte de los peligros, los que lamentablemente se han hecho realidad en este viaje, donde la presión por la aventura parece haber sido más importante que tomar, con la seriedad que corresponde, todos nuestros conocimientos acumulados.
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