Cada uno de nosotros posee un anecdotario al que recurre en ciertas reuniones. Recordando algunos pasajes que parecen envejecer muy bien con el tiempo, una de esas historias me transporta a un asado en vísperas de un 18 de septiembre en los patios de Ciencias del Campus Gómez Millas. Entre el humo y la conversación relajada, alguien mencionó un reencuentro con sus excompañeros de colegio. Relató cómo, de una generación de algo más de 40 estudiantes, solo cinco optaron por carreras de Ciencias Básicas, y de ellos, apenas uno permanecía en la academia, él mismo. Fue entonces cuando nuestro jefe del laboratorio planteó una inquietud que quedó resonando: "¿Han pensado cuántos buenos cerebros(talentos) hemos perdido en ciencia?".
La pregunta trasciende por lejos la nostalgia y toca una realidad más profunda: El derroche de talento humano en un país como el nuestro que no logra capitalizar adecuadamente su potencial científico. Según datos recientes de la OCDE, Chile invierte apenas 0,4% de su PIB en investigación y desarrollo (I+D), una cifra que parece broma de mal gusto frente al promedio de 2,7% de los países miembros, y muy por debajo de economías emergentes como Corea del Sur, que supera el 4%. Este déficit no solo impide la retención de talentos, sino que perpetúa una desconexión estructural entre la academia, la industria y las necesidades sociales.
Lo anterior suena altamente distópico si pese a su buena calidad científica relativa, Chile parece no valorar adecuadamente el aporte de sus investigadores. Un estudio del BID señala que la falta de incentivos y financiamiento estable ha llevado a una fuga de talentos que afecta no sólo a la academia, sino también a sectores estratégicos como la salud, la tecnología y la educación. Así para un joven talento es fácil advertir que su futuro como científico implica precariedad laboral, burocracia interminable para acceder a fondos y salarios que no compiten ni de lejos con otras profesiones. El sólo ejercicio de solicitar con remuneración de científico un crédito hipotecario hace patente lo anterior. El mismo BID coloca números para explicar esa precariedad: Más del 60% de los investigadores en América Latina carecen de contratos permanentes, lo que no solo afecta su bienestar, sino también la continuidad de sus proyectos. Y por favor, saque de esta ecuación los derechos humanos o las recomendaciones de lo OIT.
En reuniones de excompañeros el contraste se hace evidente. Mientras algunos triunfan con negocios alejados del refinamiento intelectual, pero bien posicionados, o en directorios corporativos, los científicos parecen quedarse en el margen, luchando crónica e infructuosamente por justificar su valor en una sociedad obsesionada con el consumo. Y esa misma ramplona obsesión ha llevado a que en Chile se haya construido una narrativa espuria en torno a términos tan aspiracionales como "spin-offs", "transferencia tecnológica" o "ecosistemas de innovación", sosteniendo sobre sus hombros, una realidad que se encuentra más cercana a uso masivo de slogans que ha una materialización tangible de esas declaraciones.
Quizás lo más alarmante no sea que perdamos cerebros brillantes, sino que los confinemos en un sistema económico que los utiliza para fines ajenos al bien común. Manfred Max-Neef, ganador de un Nobel de Economía alternativo y crítico del modelo económico chileno, advertía ya en los años '90 que priorizar el crecimiento por encima del desarrollo humano es un sinsentido. Canadá y Suecia reclamaron su asesoría, sin embargo, nosotros ignoramos por completo sus muy acertadas advertencias, obsesionados hasta hoy, con métricas que privilegian lo inmediato y relegan lo esencial.
Por otro lado, es irónico que quienes critican las demandas del científico básico dependan cotidianamente de los frutos de la ciencia que desprecian, pues cada medicamento que consumen, cada avance tecnológico que utilizan, son producto del trabajo de científicos que luchan contra la indiferencia.
Y a la pregunta que planteó nuestro jefe durante el asado, respondemos con fuerza que sí, que hemos perdido muchos buenos cerebros, pero quizás deberíamos reformularla: ¿Cuántos más estamos dispuestos a perder antes de que el sistema cambie?
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