Imagine esto: un investigador envía un artículo completamente inventado a varias revistas científicas. Lo hace con la intención de probar un punto. En cuestión de semanas, recibe no solo la aceptación de sus papers, sino también los pagos de publicación (varias veces un sueldo mínimo chileno). Esto ocurrió en 2017, cuando Carles Tamayo logró publicar un paper falso en varias revistas predatorias, demostrando de manera dramática cómo funciona la cara oculta de la ciencia abierta, es decir, algo así como "no todo lo que brilla es conocimiento".
Ya en 1959, Richard Feynman decía que la ciencia debía ser la cultura de la duda, pero que, en la práctica, los datos se custodiaban como si fueran secretos sagrados. Hoy, en la era de la información instantánea, esa paradoja se intensifica: nunca habíamos tenido tantas herramientas para compartir conocimiento, y, sin embargo, nunca había sido tan costoso o arriesgado acceder a él.
Hace poco, una joven investigadora chilena me contó su experiencia intentando publicar un artículo sobre inteligencia artificial aplicada a salud pública. Motivada por la promesa de visibilidad global de las revistas de acceso abierto, recibió la factura de publicación: el equivalente a un salario mensual promedio. Constato con ello que la libertad de acceso no es gratuita, pues se convierte en un "peaje" que limita a quienes más necesitan conocer esa investigación, como estudiantes y académicos de universidades periféricas. La utopía de la ciencia abierta revelaba así su letra pequeña.
La ciencia abierta surge como respuesta a décadas de monopolio editorial, donde grandes empresas deciden qué se publica y quién puede leerlo (Suber, 2012; Tennant et al., 2016). Pero la apertura acrítica se convierte en trampa. Las revistas predatorias, documentadas por Beall (2016), representan el extremo más crudo, aquellas de ganancias rápidas a costa de la credibilidad científica, donde autores ingenuos cumplen métricas institucionales sin garantizar calidad. Tamayo demostró que incluso la integridad de la ciencia puede ser puesta a prueba con un experimento casi burlón.
Además, trasladar los costos a los autores genera inequidades estructurales, especialmente en países del sur global (Pinfield et al., 2017). La utopía del conocimiento libre convive con jerarquías que determinan quién publica, quién cita y quién es escuchado. Y no se trata solo de dinero, pues la ciencia es un proceso social y epistemológico. Abrir datos sin reflexión puede socavar la confianza pública, precarizar la producción académica y transformar el conocimiento en mercancía (Mirowski, 2018; Merton, 1942). Aun así, la historia ofrece destellos esperanzadores. Consorcios universitarios en Europa y América Latina han logrado publicar datasets abiertos sin costo para los autores, manteniendo estándares de revisión rigurosos y ampliando el acceso a comunidades menos favorecidas. La democratización del conocimiento es posible, pero requiere vigilancia ética, compromiso académico y políticas públicas sólidas.
La moraleja es clara: la ciencia abierta no es un camino automático hacia la libertad del saber. Es un proyecto que exige conciencia crítica, integridad y equidad para que la utopía se cumpla. Mientras no se acompañe de estas condiciones, seguirá siendo un faro que ilumina el deseo de transparencia, pero que deja en sombra las trampas del mercado académico, donde incluso un paper inventado puede parecer legítimo.
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