Conectividad y salud: un derecho que aún no llega a todos los rincones de Chile

En Chile, hablar de salud pública sin hablar de conectividad ya es un contrasentido. En un país de más de 4.000 kilómetros -fracturado por desierto, cordillera y fiordos- las redes digitales dejaron de ser accesorias: hoy son la infraestructura crítica que habilita diagnóstico, seguimiento, coordinación y educación sanitaria. Cuando la señal falla, la salud se vuelve un privilegio geográfico.

La pandemia nos dejó una lección que no admite matices: sin internet robusta y segura, el acceso oportuno a atención se resiente. Teleconsultas, fichas electrónicas, interconsulta de especialistas, monitoreo remoto de crónicos y campañas de prevención dependen de redes estables. Mientras en Santiago una duda clínica se despeja en minutos, en zonas rurales o extremas la conexión es intermitente o inexistente. Esa brecha no solo es tecnológica, es además una inequidad sanitaria.

En Ñuble, Aysén o La Araucanía, donde los prestadores públicos deben recorrer kilómetros de caminos rurales para atender comunidades dispersas, la conectividad digital puede hacer la diferencia entre una atención preventiva y una urgencia costosa. No se trata solo de instalar antenas o fibra óptica; se trata de construir un sistema de salud equitativo territorialmente, donde la geografía no sea una barrera para médicos, pacientes y tecnologías.

En este sentido, el Estado ha avanzado con programas como el Plan Nacional de Conectividad Digital Rural, impulsado por la Subsecretaría de Telecomunicaciones en colaboración con el Ministerio de Agricultura, y las iniciativas de telesalud coordinadas por el Ministerio de Salud, precisamente, intentan cerrar esa brecha, no sólo de infraestructura, sino también de alfabetización digital, formación de equipos de salud en herramientas tecnológicas y modelos de gestión interoperables entre hospitales, consultorios y postas rurales.

En este desafío, por lo demás, las universidades públicas y regionales juegan un papel crucial. Son las encargadas de formar a los profesionales de la salud y de la ingeniería que deberán sostener esta transición digital. En este escenario, las universidades pueden ser nodos de innovación y transferencia tecnológica, impulsores de la colaboración entre el sector público y privado. La colaboración entre hospitales universitarios y servicios de salud regionales puede multiplicar la cobertura de atención mediante programas de telesalud o telecapacitación. Sin embargo, no hay salud universal sin formación y ciencia pública comprometida con el territorio.

Tal como el agua potable o la electrificación, el acceso a internet debe entenderse como servicio esencial para la vida. En salud, la conectividad no transporta "datos": transporta diagnósticos, tratamientos y tranquilidad. En el Chile rural, una videollamada puede ahorrar ocho horas de traslado y evitar una descompensación; una notificación a tiempo puede ser la diferencia entre vivir o morir. Por eso, la brecha digital es una brecha sanitaria y, en última instancia, una brecha de justicia social.

La misión del Estado -y de la sociedad en su conjunto- es inequívoca: garantizar que la conectividad sanitaria llegue a todos, vivan donde vivan. En esa tarea, las universidades públicas tenemos una oportunidad -y una responsabilidad- de primer orden. Porque cada zona sin conexión no es solo un vacío de señal: es un vacío de derechos.

Desde Facebook:

Guía de uso: Este es un espacio de libertad y por ello te pedimos aprovecharlo, para que tu opinión forme parte del debate público que día a día se da en la red. Esperamos que tus comentarios se den en un ánimo de sana convivencia y respeto, y nos reservamos el derecho de eliminar el contenido que consideremos no apropiado