Desde los días de Alan Turing, la inteligencia artificial (IA) ha sido embellecida con un halo de grandeza que la convierte en un espejo tecnológico de la mente humana. Pero, como bien señala Eric Sadin, este mito es tan seductor como engañoso. La IA no es inteligencia. Es, en sus propias palabras, una "automatización avanzada de tareas". Esta comparación, tan popular como errónea, ignora una verdad fundamental: El pensamiento humano no es una simple cadena de correlaciones de datos. La mente humana opera a través de intuiciones, inferencias y razonamientos abductivos, procesos que las máquinas, por más sofisticadas que sean, no pueden replicar. ¿Cómo programar una máquina para que "sienta", para que infiera lo inesperado? La respuesta es clara: No tenemos idea.
En "Un Mundo Feliz", Aldous Huxley anticipó un futuro donde la obsesión por la tecnología sofoca la búsqueda de lo incógnito. En ese mundo distópico, la ciencia se convierte en una máquina utilitaria que ha abandonado la exploración profunda por la inmediatez de los resultados. Hoy, la IA, en su forma de "tecnología milagrosa", corre el riesgo de replicar exactamente este error. Aunque irónicamente la misma neurociencia que alimenta el desarrollo de la IA también ha caído en esta hipérbole: Sobredimensionar nuestras capacidades para comprender el cerebro humano, al igual que la IA, ha dado lugar a un sinfín de promesas fallidas.
La IA, al final, es una herramienta de predicción, que procesa datos y crea patrones. Pero el cerebro humano hace mucho más que eso: Reflexiona, duda, crea sin parámetros predefinidos. Este es el gran abismo entre lo que podemos lograr como seres humanos y lo que las máquinas son capaces de hacer. ¿Y qué nos hace seguir creyendo en la IA? Eric Sadin lo explica con precisión: La ignorancia colectiva. La mayoría no entiende cómo funciona la IA, ni sus sesgos inherentes, ni sus limitaciones; y esa ignorancia nos lleva a sobrestimar su precisión.
Como señala E. Larson, estamos viviendo el "mito de la IA", un mito que nos hace olvidar la única inteligencia verdadera que conocemos, la humana, aquella capaz de tomar decisiones informadas, ponderar el contexto y, sobre todo, hacer uso del sentido común para navegar un mundo incierto.
Este es el gran peligro: La obsesión por la IA, alimentada por la falta de conocimiento y la sobrestimación de sus capacidades, puede llevarnos a abandonar lo que realmente nos hace humanos, nuestra capacidad de pensar, sentir y crear sin depender de la perfección tecnológica. La IA, por mucho que prometa, no es el futuro de la inteligencia, sino una herramienta más, que, como tantas otras, tiene sus límites.
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