Mi mamá me enseñó a hacer volantines. No solo a encumbrarlos, sino que a darles vida. Con palabras precisas me enseñó cómo recortar el papel, cómo pegar con neoprén los palillos de colihue (poníamos libros pesados sobre ellos para evitar que se corrieran), cómo armar los tirantes contando "cuartas" para que el volantín no quedara "ladeado", cómo hacerles una "guatita" para darles sustentación, y cómo decidir si le poníamos cola (para que volase tranquilo) o lo dejábamos sin ella, para "echar comisiones" y desafiar a los demás en el cielo.
Ella no sabía que me estaba enseñando física. Solo me enseñaba lo que había aprendido de niña, secretos traspasados de generación en generación.
Septiembre, mes de su cumpleaños, del nacimiento de las flores y de la intensa brisa de primavera, era nuestro laboratorio. Aprendimos cuándo "darle" hilo y cuándo "recogerle", cómo "aserruchar" con el carrete para ganar altura, y cómo orientar el volantín para que encontrara su propio equilibrio. Cada volantín era un pequeño cohete de papel desafiando los cielos. Y nosotros, desde "Houston", éramos sus controladores.
Ahora, muchos años después, cuando camino por el campus universitario y veo un volantín atrapado en una rama, o niños corriendo tras un volantín "cortado", pienso en todo lo que hay ahí: historia, cariño, técnica y curiosidad. Pienso en mi madre. Y pienso en que quizás ella, indirectamente, me inculcó mi amor por la ciencia.
Porque elevar un volantín es mucho más que un juego. Es aplicar, por instinto, conceptos tales como fuerza, equilibrio, tensión, resistencia y gravedad. Es entender -con los dedos-cómo funciona el mundo físico. Lo que cuesta explicar en la sala de clases, en la calle se aprende con el viento en la cara y las manos sujetando un carrete de 200 yardas de hilo.
Siempre pensamos que la ciencia ocurre en los laboratorios, donde científicas y científicos visten con batas blancas. Pero también ocurre en los barrios, en el patio de las casas, en los parques, donde las niñas y los niños encumbran sus volantines y descubren que algo invisible puede sostenerlos.
Este septiembre, cuando miremos el cielo plagado de cuadrados de colores, recordemos que cada volantín es también una declaración de principios: que el conocimiento puede ser bello, que la tradición puede ser ciencia, y que una infancia curiosa puede ser el inicio de una gran vocación. Y que a veces, para entender la física del mundo, basta con recordar cómo tus padres te enseñaron a encumbrar un volantín.
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