“Durante toda mi vida, ni siquiera sabía si realmente existía. Pero existo. Y la gente comienza a darse cuenta…”
La exploración de los orígenes de diversos personajes de la cultura del comic difícilmente ha tenido un resultado tan magistral como en Joker de Todd Phillips. Y es que al fin el cine comercial nos ofrece una obra exquisitamente intensa que nos sumerge en la psique del arquetipo del payaso abriendo una línea argumental sensata y de brillante realización estética.
La pulsión de muerte es el eje narrativo de una historia ya conocida.
Ciudad Gótica enfrenta el descontento popular por las desigualdades sociales y la indolente administración política, siendo una olla a presión en cuyos callejones pestilentes, un sujeto enjuto, pobre y fracasado intenta sobrevivir como payaso cuando realmente anhela ser un famoso comediante.
Ser el yo ideal.
Aquello que no está realizado y que converge de nuestro narcisismo y la identificación con nuestros referentes.
Arthur Fleck, interpretado por Joaquin Phoenix, no es un simple perdedor sin suerte o sin talento, es un alma atormentada por un dolor sin causa y por una vida sin sentido, víctima del abuso y preso de la incomprensión, en cuya fantasía la posibilidad de una vida plena y exitosa, subyace una profunda necesidad de castigo y padecimiento.
El súper yo.
La exigencia que nunca se satisface, siempre en cuestión, guiada por el goce sin límite, que puede adquirir características obscenas y sádicas para la realización del yo ideal.
Para Arthur, la búsqueda permanente de la aprobación del padre ausente, del escape de la madre castradora, del reconocimiento público a su oficio.
Ciudad Gótica y sus hombres poderosos han modelado una personalidad masoquista que está a punto de explotar. El empresario y político Thomas Wayne, padre del futuro Batman, o Murray Franklin, la mega estrella del entretenimiento televisivo interpretado por Robert De Niro (como siempre, un genio) suman tensión al padecimiento mental del hombre que ríe en vez de llorar.
Este masoquista ideal, cuya mente está escindida, busca respuestas ante el sentimiento de culpa y necesidad de castigo. Y las encuentra.
Desde aquel punto, la violencia en el film es coro de la afirmación de su propia subjetividad y creatividad. Aunque sea destructora.
Y es aquí donde llegamos a una de las interpretaciones más sublimes en la historia del cine. Porque para nadie es desconocido el talento de Joaquin Phoenix, pero en esta ocasión, no hay palabras. Su trabajo es simplemente de otro mundo.
Su plasticidad escénica vibra, su psique está en carne viva, el dolor corporal se siente, la angustia traspasa cada fibra. Observo a mis compañeros de sala y sus manos están tensas como las mías, sin pestañar, con una expresión de extraña fascinación ante el padecer de Arthur.
O más bien, ante el nacimiento de El Joker.
Porque el payaso ha transmutado a un comodín. A aquella carta que nos salva en el último segundo, cuando todo, absolutamente todo, está perdido.
“¿No me escuchas, verdad? Haces las mismas preguntas todas las semanas. ‘¿Qué tal el trabajo?’ ‘¿Has tenido pensamientos negativos?’ Entiende: todo lo que tengo, son pensamientos negativos”.
La pulsión de muerte es cada vez más intensa. El caos interno de Arthur explota e ilumina las sombras de otros payasos. Los ciudadanos de Gótica que ya se han cansado de ser los bufones de corte. Es hora de que el show, realmente inicie.
Sería una burda torpeza comparar el Joker de Joaquin Phoenix con otras versiones como la de Heath Ledger en “Batman: El caballero de la noche” de Christopher Nolan, altísima interpretación que se ha ganado un férreo lugar en la apreciación popular, o invalidar la maestría de esta película por un guión que prescinde de pirotecnia, excesos de bombas, balas y persecuciones en vehículos con artificios tecnológicos, o negar la posibilidad de indagar argumentos que excluyan venenos que alteren la personalidad como en el célebre comic “Batman: La broma asesina” de Alan Moore y Brian Bolland.
Esta película por sí sola es creadora, o destructora, de un nuevo universo. El León de Oro a la mejor película del Festival de Cine de Venecia en el pasado agosto, algo nos ha de sugerir.
“Solía pensar que mi vida era una tragedia. Pero ahora veo que es una comedia”.
Pues entonces, sonríe.
Nunca dejes de sonreír.
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