En Chile, el mapa de la desigualdad se dibuja con límites comunales. No es necesario leer un informe técnico para constatarlo: basta con atravesar la ciudad y observar cómo, en pocos kilómetros, se pasa de parques impecables a calles sin pavimentar; de centros culturales a multicanchas de tierra; de centros de salud de última generación a postas que no logran responder a la demanda.
Estas no son "diferencias naturales" entre territorios. Son expresiones concretas de una desigualdad estructural que, como señaló Althusser, se reproduce mediante aparatos institucionales y decisiones políticas que consolidan relaciones desiguales de poder y de recursos. El Fondo Común Municipal nació como un mecanismo para corregir parte de esa injusticia histórica, redistribuyendo ingresos desde comunas con alta capacidad recaudatoria hacia aquellas que, por su base económica, jamás podrían financiar servicios dignos para sus habitantes.
Por eso resulta preocupante y revelador que algunas de las comunas más ricas -Las Condes y Lo Barnechea- se opongan con tanta fuerza a un aumento en su aporte. Esta resistencia no es solo contable: es política e ideológica. Es la defensa del privilegio territorial frente a cualquier intento de democratizar el derecho a la ciudad. Es la expresión contemporánea de una lucha de clases en clave urbana, donde el capital inmobiliario y comercial se protege a sí mismo en detrimento del bienestar colectivo.
Bakunin advertía que toda autoridad, incluso en contextos democráticos, tiende a preservar la desigualdad que la sostiene. Aquí lo vemos con claridad, porque cuando un instrumento de redistribución amenaza la supremacía de ciertas comunas, se levantan discursos que presentan la solidaridad como castigo y la equidad como un atentado contra la "autonomía local". Pero la autonomía no puede significar indiferencia ante el sufrimiento ajeno.
La ciudad partida en la que vivimos es evitable. Es el resultado de políticas que, por acción u omisión, han permitido que el lugar de nacimiento sea un predictor casi infalible de las oportunidades de vida. Combatir esa realidad exige voluntad política para redistribuir recursos y, más profundamente, para desafiar la lógica mercantil que ha colonizado la planificación urbana.
El aumento del aporte al Fondo Común Municipal no resolverá por sí solo las desigualdades históricas, pero es un paso en la dirección correcta. Rechazarlo es optar por mantener el muro invisible que separa a quienes viven en comunas de primera y comunas de segunda.
La pregunta de fondo es simple: ¿Queremos un país donde el bienestar de tan pocos dependa del sacrificio perpetuo de tantos, o una comunidad política donde todos los territorios tengan el mismo derecho a prosperar? La respuesta no se mide en balances financieros, sino en la capacidad ética de reconocer que la justicia territorial es condición indispensable para la democracia.
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