A menudo miramos nuestro largo y angosto mapa como una realidad eterna. Suponemos que ser "chileno" es algo dado, casi natural, un destino sellado en la Independencia. Pero una mirada más honesta a nuestra historia revela una verdad menos cómoda: Chile no se descubrió, se inventó. La unificación bajo una sola bandera, un solo idioma y un solo relato nacional fue un proceso rápido, deliberado y, muchas veces, violento. Fue, literalmente, una forja.
El historiador francés Eugen Weber, en su obra clásica "Peasants into Frenchmen" (De campesinos a franceses), mostró cómo Francia, hasta bien entrado el siglo XIX, era un mosaico de aldeas, dialectos y lealtades locales. Solo el ferrocarril, la escuela laica y obligatoria, el servicio militar y la prensa nacional lograron convertir a esos campesinos dispersos en "franceses".
Esa historia tiene un eco poderoso en la nuestra. El Chile contemporáneo no emergió espontáneamente: fue producto de un proyecto de "chilenización" masiva y, en buena parte, forzada, iniciado en la década de 1880. No éramos una nación unificada; llegamos a serlo, muchas veces a la fuerza.
Como ha subrayado José Bengoa, recientemente galardonado con el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales 2025, la formación de Chile como Estado implicó la negación de las múltiples naciones que coexistían en su territorio. En obras fundamentales como "Historia del pueblo mapuche" o "La comunidad fragmentada", Bengoa demuestra que la construcción de la identidad chilena fue inseparable del proceso de exclusión de los pueblos originarios y de la imposición de un relato único desde el centro hacia las periferias. Su trabajo, de hecho, nos recuerda que la historia de Chile no puede entenderse sin reconocer las historias que se intentaron borrar.
Hacia 1870, Chile era esencialmente el Valle Central. Al norte, se extendían territorios peruanos y bolivianos, ligados a economías y culturas andinas. Al sur, el río Biobío seguía marcando la frontera de facto con un territorio mapuche soberano, La Araucanía: una nación dentro de otra. Más al sur aún, la Patagonia era un mundo aparte, habitado por pueblos como los tehuelches y selk'nam. Ganar la Guerra del Pacífico y "pacificar" a La Araucanía no cerró el ciclo de expansión; fue solo el comienzo de la tarea más compleja: conquistar las mentes y las lealtades.
El Estado chileno desplegó entonces sus propios "agentes de nacionalización", equivalentes a los descritos por Eugene Weber.
Ese proceso de ingeniería social fue en gran medida exitoso, pero jamás total. Las resistencias persistieron, soterradas o abiertas. Las tensiones actuales son, en buena parte, el eco de aquella chilenización traumática. El conflicto en La Araucanía es su expresión más evidente: la reemergencia de una identidad que el Estado intentó borrar. Las memorias culturales del norte o del extremo sur también conservan huellas de esa historia inconclusa.
Reconocer que "llegamos a ser chilenos" a través de un proceso histórico y no por designio natural nos libera de mitos paralizantes. Nos permite comprender que la diversidad no es una amenaza, sino el corazón mismo de lo que somos, aunque haya sido violentamente reprimido.
La tarea del siglo XXI no es seguir forzando una homogeneidad imaginaria, sino construir una identidad nacional capaz de asumirse como plural, mestiza y respetuosa de todas las historias que la componen. Porque la cuestión pendiente no es inventar Chile una vez más, sino aceptar -por fin- el país diverso y complejo que siempre hemos sido.
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