Parece estar bien visto expresar la repulsa frente a las primeras medidas que ha estado tomando el nuevo Presidente de Estados Unidos, Donald Trump, pero hay que ser responsable y observar si, en mayor o menor medida, replicamos conductas similares en nuestra vida cotidiana.
Hay que pensar en eso cuando uno se entera que a la nana se le prohíbe usar la piscina de los patrones, o cuando nos vemos rodeados por incendios y la primera reacción es culpar a mapuches, colombianos -siempre los otros-, aprovechando de responsabilizar a quienes han generado nuestra antipatía. Los argumentos ya se elaborarán después.
O cuando se utiliza una imagen de hace tiempo atrás para reafirmar teorías sin sustento, o cuando colocamos la imagen de una señorita que enciende nuestra líbido.
De Trump se ha dicho que ex xenófobo, mentiroso, misántropo, pero la verdad es que todos lo somos en menor escala, lo que nos debería limitar en nuestro derecho a criticar. La paja en el ojo ajeno y la viga en el propio.
Las leyes se hicieron precisamente para protegernos de nosotros mismos, porque sabemos que mantenemos actitudes dañinas hacia nuestros semejantes. Sin embargo, la ley no nos puede obligar a comportarnos bien sino que nos amenaza con sanciones cuando nos portamos mal.
La ley contra la discriminación se hizo necesaria precisamente porque discriminamos. La imposición de cuotas de participación para las mujeres, la prohibición del trabajo para los menores de edad, la inclusión de los ancianos en la ley de violencia intrafamiliar también van en esa dirección. Tenemos que reconocer que en la profundidad o la superficie aún conservamos conductas animales, propias de una especie que debió cazar para subsistir, que aprendió a imponerse sobre las demás especies para asegurar su sustento y comodidad.
La elección de Trump obedece precisamente a esa forma de pensamiento que, más que racional es instintivo. Si vemos que los extranjeros nos ponen bombas, nos quitan nuestras fuentes de trabajo, elevan los costos de la seguridad social, la reacción normal es eliminar el problema por la vía de suprimir a las personas.
No se trata solo de Trump. También, muchos, concurrimos gustosos con nuestro voto para elegir a autoridades que nos prometen resolver nuestras ansiedades con medidas que perjudican a otros para beneficiarnos a nosotros. El principio es exactamente el mismo: preocuparse por uno antes que hacerlo por todos. Dejar que la intolerancia prime sobre nuestro razonamiento en lugar de privilegiar a la racionalidad y la humanidad.
Este tipo de comportamientos prepara la tierra para que fructifiquen la demagogia y el populismo, y el esfuerzo por educar a la gente en valores morales superiores se estrella contra la desidia, el morbo y la frivolidad reinante. Esa fue la estrategia que utilizó Trump en forma exitosa y la que podría emplear cualquier otro con la audacia y la inteligencia necesarias.
Sería bueno contar con la información y la formación que nos permitiera tomar decisiones correctas, pero sabiendo siempre que el futuro de las naciones depende de nosotros mismos y que somos nosotros los que decidimos el tipo de mensajes a los que nos exponemos. Nadie nos puede convencer de lo que no creemos, salvo que estemos dispuestos a dejar que otros nos digan qué hacer.
Las virtudes intelectuales y morales se cultivan, pero también se pueden abandonar al arbitrio de la mediocridad, y cuando se trata de elegir a las autoridades que decidirán nuestros destinos por varios años no se puede pedir que se repita la elección si no nos gusta su resultado.
Del mismo modo, podemos suponer que nuestras definiciones son meditadas e informadas, pero las elecciones las gana la mayoría y hay que cuidar que la mayoría medite y se informe de modo más adecuado posible.
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