El café que merecemos

Vivo en dos países. Dicho mejor, vivo en uno y trabajo en otro; o podría decir que vivo en Montevideo y sobrevivo en Santiago. No importa, el caso es que sábados, domingos, o festivos, acudo a las mismas cafeterías, ya sea en Montevideo o en Santiago. Aprovecho esos días para contemplar el estado de algunas cosas y hacer balances.

Inevitablemente enumero las diferencias que detecto entre ambos lugares: dos cafeterías ubicadas en distinto territorio, habitado por personas que a su vez, son determinadas por un montón de factores… ¿Puede medirse la lucidez de una nación en una cafetería?

Mis mañanas montevideanas arrancan en el Expreso Pocitos, un bar sucedido por las anécdotas de los jubilados que acuden diariamente al encuentro con sus amigos. Vivos encuentros que muchas veces terminan por diferencias políticas o futboleras. Diría que mi escaso conocimiento de futbol lo absorbí entre un cortado y un expreso en ese establecimiento.  

En un par de minutos mi ejercicio contemplativo se interrumpe por escenas llamativas. El público en su mayoría son jubilados que piden café o whisky; que se reúnen en mesas de cuatro, cinco y hasta ocho personas, también jubiladas, y que a pesar de estar en una mesa, discuten todo tipo de contingencias, sin pauta ni censura. Hay otras personas que asisten solas - como diría el filósofo del momento - a desintoxicarse del mundo sobrecargado de estímulos; a veces pienso que idealizo a los uruguayos, pero salgo, y en la calle abundan estos personajes, Orientales solitarios, que toman mate imposibilitados de manipular el celular mientras ceban y sorbetean su brebaje, sin prisa ni pretensiones modernas.

Le pido un cortado al mozo, un hombre de cincuenta y largos años, que trabaja ahí hace veinticinco con la certeza que pronto va a jubilar. Le llama la atención mi acento. Según me cuenta, veraneaba en Chile hasta hace algunos años, pero las frías corrientes del Pacífico, lo obligaron a cambiar de destino. Dice que a su edad, el Sur Este de Brasil le resulta cómodo para veranear con su mujer. Definitivamente tiendo a idealizar a estos ciudadanos; puede ser que el pasto del vecino siempre sea más verde, pero, ¿qué hay de  María José?

Ella tiene cuarenta y cinco años, y ayuda con la limpieza en varias casas del barrio de Pocitos; estudia pedagogía en Historia en el Instituto  de Profesores Artigas (IPA), tiene seis hijos, está de novia, y este año viaja a Europa; me advierte que todavía no conoce.

El Expreso Pocitos es eso, una clara fotografía de la clase media uruguaya, de su integración y de sus conquistas  ciudadanas.

En Chile en cambio, es difícil ser fiel a un establecimiento. Cuesta mucho trabajo encontrar un espacio cómodo donde lanzarse en una conversación íntima con algún amigo o reflexionar en soledad sin parecer un marginado.

La mayoría de los cafés son fríos, solitarios y pretensiosos. Los más aceptables, - aunque conceptuales y molestos - están circunscritos a sectores tomados por turistas y artistoides: Lastarria, Cerro Alegre, Barrio Yungay o Brasil. Pareciera que el ciudadano corriente no tiene derecho a contemplar su miseria con dignidad.

Por defecto, me instalo en un  Bonafide, en principio no hay gente ni música. Pido un cortado simple.  Enseguida me interpela el mesero, le conviene el doble, cuesta casi lo mismo, como diciendo “no sea tonto”. La lógica de la eficacia y la rentabilidad es una virtud bien aprendida entre mis coterráneos, no importa que el cortado doble se enfríe, lo importante es comprar más por menos. 

Al rato, se instala una pareja que ni siquiera se habla; dos jóvenes que discuten sobre la tasa de interés del crédito hipotecario; una familia con cochecito, y adentro un niño llorando. Casi todos prefieren el cortado doble, se lo toman  y se van sin más trámite. 

Se sientan personas idénticas y se repite la escena: producción y consumo en serie; he ahí el éxito de las cadenas cafeteras “Take Away” y el café instantáneo.  

La lucidez de los ciudadanos puede medirse fácilmente en una cafetería. En ella se muestra con orgullo nuestro modelo: rápido, eficiente, sin tiempo que perder. También la ausencia de algunos intereses… principalmente, los colectivos.   

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