Sí, hubo gente que citó a Kropotkin (“La única iglesia que ilumina es la que arde”) con motivo del incendio de la iglesia de Notre-Dame de París.
Pero es que hay una diferencia enorme entre el patrimonio cultural y la crítica a una institución que se ha dedicado a proteger a abusadores y ha tenido otros momentos bastante oscuros durante su existencia.
Lamentar el fuego que destruyó la techumbre de un templo católico de varios siglos de antigüedad no nos pone del lado de los abusadores. Y, por el contrario, celebrar la destrucción de una joya de la humanidad, nos rebaja.
En agosto de 1944, ante la inminencia de la ocupación aliada, Hitler ordenó incendiar París por completo. El general a cargo de la plaza, Von Choltitz, desobedeció pues entendía el valor del patrimonio y que dicha destrucción no tenía sentido ni valor militar.
Alegrarse por la tragedia en Notre-Dame te pone al nivel de un líder nazi. O al revés, un general nazi tiene más conciencia del patrimonio que varios.
A lo largo de la Historia las religiones han servido para hacer el bien pero, muchas otras veces, han sido elementos nefastos que han traído muerte, destrucción y retrasado el progreso de la humanidad por siglos.
No por eso vamos a destruir las pirámides mayas donde se realizaban sacrificios humanos, o el Coliseo Romano donde morían inocentes que no profesaban el credo oficial para divertir a una élite. Casi todos los grandes edificios que son patrimonio mundial, son de origen religioso.
Las pirámides de Egipto, los templos en Mesopotamia, la Acrópolis de Atenas, la Capilla Sixtina, Stonehenge, Angkor Wat y varios mas, son obras del ser humano adorando a las divinidades. Es nuestra historia como especie, nos guste o no.
Nos duele la destrucción en París así como también nos duele el incendio que afectó parcialmente a la mezquita de Al-Aqsa en Jerusalén, el mismo día del siniestro en Notre-Dame, y antes la destrucción de Aleppo, los daños en Baghdad y, muy en particular, toda la metódica y permanente destrucción del patrimonio en Chile.
El caso chileno (y que probablemente se repite en algunos otros países) es particularmente doloroso, pues la falta de respeto al patrimonio es transversal.
Desde la persona que pinta “tags” creyéndose grafitero, ensuciando el aspecto de todas las ciudades, hasta las autoridades que en general son lentas e indolentes con el rescate, pasando por el particular que no se preocupa por su entorno y el empresario que busca ganancias inmediatas y jamás ha entendido el patrimonio como una inversión.
Si acá algunos celebran el incendio de una iglesia por ser símbolo de opresión, es tan ridículo como pedir lo mismo con las iglesias del altiplano y de Chiloé, que se quemen las salitreras porque representan la explotación de los trabajadores, se destruyan los palacios y casas patronales (los pocos que quedan), que se boten los cuadros y reliquias de los museos porque representan a élites privilegiadas, que se demuelan las poblaciones obreras y villas CORVI por representar diferencias de clase.
Esos personajes quieren que vivamos en entornos vacíos y sin significado, hablemos con gruñidos y nos demos palos en la cabeza.
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