Uno. Sobre ellos
Siempre que leo las declaraciones que emite el escritor Gonzalo Contreras sobre la literatura chilena actual, o que veo un titular de prensa donde se le pide un diagnóstico de sus colegas menores, recuerdo ese viral difundido en Youtube donde un ebrio dice: “si ya saben cómo me pongo, para qué me invitan”.
Y es cierto, si saben cómo se pone cuando le consultan esos temas, para qué lo entrevistan.
No fue distinto en un reportaje en que, con indudable tono apocalíptico, declaró la crisis absoluta de la narrativa chilena actual. Contreras está dolido y lo expresa siempre que puede por los medios. Razones no le faltan, le han dado duro. He leído cosas verdaderamente horribles sobre la Nueva Narrativa en general y del propio Contreras en particular.
Tal vez por eso me resulta excesivo que las redes sociales ardan cuando él o sus coetáneos (en el último reportaje Collyer fue más incendiario) despotrican contra los nóveles escritores. Las opiniones sobre la producción literaria de la transición han sido crueles y desmedidas, tanto como las opiniones de esos mismos narradores sobre los novelistas que empezaron a publicar en el nuevo siglo.
En lo personal, aunque reconozco que los libros recientes de Contreras dejan bastante que desear, creo que La ciudad anterior es una gran “primera novela”. El tono del narrador es despiadado, de un cinismo paradigmático y epocal, y la prosa es ejemplar, a la par que decisiva para los futuros narradores de los noventa.
A muchos les parecerá abusivo, pero me parece que Bonsái es a los 2000 lo que La ciudad anterior fue a los 90. Dos grandes primeras novelas que, con absoluta justicia, remecieron el campo.
En el caso de Alejandro Zambra, eso sí, fue un impacto internacional y ayudado porque se inscribía sin ambigüedades en la estela del recientemente fallecido Roberto Bolaño, formó a su paso buena parte de la generación de narradores nacidos después de los 80.
Supongo que nos cuesta entender lo que significó la ópera prima de Contreras por cierta incapacidad nuestra para historizar en el plano estético. Tenemos la imprudente costumbre de analizar las obras escritas en el pasado con parámetros del presente, y entonces todos esos libros parecen más cobardes y mediocres de lo que en realidad fueron. Pero, ya lo dijeron Deleuze, Guattari y Foucault, los libros no tienen autor, los libros son agenciamientos, los libros los escribe su época.
Dos. Sobre nosotros
Fue Roberto Bolaño, por cierto, quien vino a fines de los noventa a polemizar con la Nueva Narrativa de un modo abierto y, a ratos, despiadado. Ahora, él también hace, lúcidamente, un llamado de atención al optimismo y el candor con que suelen evaluarse a si mismos los escritores. Para ello se vale de los versos de “A un poeta menor de la antología”, de Jorge Luis Borges.
Y es cierto. Desdeñamos de la Nueva Narrativa y conjeturamos que nosotros sí pasaremos a la historia, algo que al autor de 2666 le parecía no solo arrogante, sino también estúpido y poco realista.
Todos pensamos que somos grandes narradores.
Todos pensamos que somos grandes editores.
Todos pensamos que somos grandes críticos.
Sin embargo, en un tiempo no muy lejano se dirá de nosotros lo mismo que dijimos nosotros de la generación anterior. Nos juzgarán como juzgan los hijos a los padres, con dureza y rigor, y también sabiendo que esa condena posibilita el advenimiento de los nuevos, de los jóvenes.
Dirán que nuestras novelas eran todas iguales, que se abusó de la subjetividad, del intimismo. Dirán que no miraron lo social cuando lo social volvió a nacer, embobados como estaban con su mundo propio como correlato del individualismo neoliberal.
Dirán que fuimos flojos y preferimos los relatos breves, que fuimos astutos y hablamos de nosotros mismos y de literatura porque era lo que mejor conocíamos, que jugábamos a innovar con la estructura repitiendo formas que la novela de la vanguardia de principios del siglo XX ya había superado.
Y, me temo, juzgarán a los editores porque publicaban a sus amigos, y generaron veinte catálogos idénticos, y optaron siempre por publicar varios libros breves a uno solo extenso e imperecedero. Y juzgarán también a los críticos por la endogamia, el amiguismo, la evidente ceguera; por querer pertenecer a la patota, por ser parte de la estrategia de difusión de sus elegidos, por hacer alianzas de beneficios mutuos.
En fin, será lo de siempre, la rueda de la historia: nosotros somos severos con los más viejos y complacientes con nosotros mismos. Ya vendrá la “literatura de los nietos” o algo así, para saldar cuentas y relativizar el mito que cada generación de escritores, editores y críticos construye para vivir más tranquilo, para habitar en una épica a medida, para soñar que, ellos sí, pasarán a la historia.
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