Iván Goncharov (1812 - 1891) con Una historia corriente, El precipicio; su diario de viaje La fragata Palas o los ensayos Un millón de dudas y El mal de la razón calificaba con holgura para ingresar en los exigentes fastos de la literatura rusa. Mas su dimensión universal la debe al impar testimonio del hombre superfluo que le demandaría diez años: Oblómov,
“¡Una obra maestra!”, acota León Tolstoy sobre este relato cuyo autor fuera explícito adversario del régimen de servidumbre y entusiasta del progresismo, la libertad cívica, instrucción social e igualdad de la mujer.
La infancia de Ilia Ilich Oblómov transcurrió a orillas del Volga en una atmósfera remolona y abundante. Él mismo decía a su criado Zajhar: “Tú conoces mi delicada educación, sabes que nunca experimenté ni frío ni hambre, no conozco la penuria ni tuve que ganarme el pan ni ocuparme de asuntos innobles”.
Asimismo, dividía la existencia en dos versículos. Uno destinado a bregar y fastidiarse, el otro, al descanso o sereno disfrute. Y el eminente perezoso jamás dejaría de enaltecer un cauto consejo paterno: “estudiar demasiado es perjudicial y puede llevarle a uno a la tumba.”
En la universidad, compartiendo propósitos juveniles se abstiene de asumirlos. Prefiere soñar, convencido de la supremacía de la contemplación y dejando el resto a las estrellas. Sin duda, el trabajo es una especie faltante en la estantería de su almacén espiritual.
Incapaz de nada, salvo bostezar y encogerse de hombros envuelto en un deslucido batín, rara vez abandona el dormitorio donde elude propuestas y obligaciones pulverizándolas en el mortero de su abulia.
Leer historia lo aflige. En períodos de calamidades los hombres eran desgraciados; batallaban por un mejor futuro y, cuando se creía tener todo resuelto, la nueva estructura se viene al suelo estrepitosamente y de nuevo a luchar...
La felicidad se evapora y la vida fluye sin detenerse.
Perdidas las esperanzas juveniles, algo de suicidio lento tenía su sedentarismo e impericia para cumplir proyectos mustios ya de tanto rumiarlos. Aun así, Olga Illinski, muchacha bien proporcionada y de espléndida voz lírica lo quiere porque “tiene una cualidad superior a la inteligencia, ¡un corazón honesto y fiel!”
Aunque el amor sólo sería un brote más vistoso que duradero, comienzan los titubeos, el ánimo decae y el deslumbrante fulgor veraniego se apaga. Olga comprende que el ilustre holgazán siempre preferirá el sosiego. Entonces, decide casarse con el metódico Andrei Stolz, amigo y compañero de escuela de Oblómov.
Industrioso y práctico, es la antípoda de Ilia Ilich que compendia su redención en el inmóvil Ser de Parménides mediante un estricto apego al dolce far niente. La amistad entre aquellas antitéticas figuras es una prueba más de que los opuestos se atraen. Somos juguetes de fuerzas misteriosas y contrarias escribió un gran romántico.
Finalmente, el melancólico doctor en la ciencia y el arte del no hacer concluye sus días en la morada de Ágata que lo seduce con sus limpias enaguas y brazos bien cincelados,“¡Es la viuda de un simple oficinista, pero sus codos son de condesa!”
En sus últimos tramos, encandilado por esas lechosas extremidades y sobrellevando toscas comidas, se complace en el espejismo de volver a los orígenes, al Nirvana de las viandas, al florido y plácido antaño de la paradisíaca finca familiar. Es El sueño de Oblómov o el escapismo hacia el hipnótico terruño de la infancia.
Si bien el libro es una crítica de los privilegios de la nobleza que veía en el laburo un azote y otorgaba abolengo a la ineficiencia, la novela se supera a si misma por la intemporalidad del personaje. El oblomovismo resultaría un fenómeno social mezcla de inercia y rechazo del ajetreo, una maquinaria impulsada por una turbina estática.
René Descartes estimaba que la razón o buen sentido es lo mejor repartido en el mundo pues nadie se queja de la porción recibida. De la ociosidad podría decirse que sus cultores desean recuperar el paraíso perdido, la cervantina y dichosa época anterior a lo tuyo y mío; todo era común y para el sustento sólo se requería alzar la mano y tomarlo de la pródiga naturaleza.
Hoy, cautivos del celular, asediados por el deber-ser-productivo vivimos de prisa, resueltos a llegar primero donde sea. Y a quienes presumieran que el tiempo libre es un preciado bien soñando con Marcel Duchamp que algún día sea posible vivir sin tener la obligación de trabajar, se les notificará puritanamente que el ocio es la raíz de todos los vicios.
Mas, Gardel, desde las canyengues orillas del tango propone sin rubor.
Rechiflate del laburo, no trabajes pa los ranas,
tirate a muerto y vivila como la vive un bacán,
cuídate del surmenage, dejate de hacer macanas,
dormila en colchón de plumas y morfala con champán.
La fiaca o el San Lunes, son ingredientes sureños de este síndrome que podría traducirse en algo así como ver pasar las horas cual canastos vacíos sin preocuparse ni por broma de llenarlos. Perturbación del ánimo sin remedio infalible, abochorna a quienes sucumben a su hechizo con el rótulo de incapaces para aportar a la prosperidad y florecimiento social, u otras chispeantes cantigas.
Sin embargo, pese a la mala prensa de este diamantino haragán o espléndida nulidad en cuya constelación los relojes siempre marcan la hora de dormir o del recreo, es grato abandonarse oblomovianamente al desgano, especialmente en mañanas de otoño o invierno. Desde nuestras entretelas su displicencia ¿benigna o maligna? pareciera sugerirnos:
¡No dejes para mañana lo que puedes hacer … pasado mañana!
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