Con los años se convirtieron en una especie de monstruo mitológico. Lo que en su momento fue una banda de rock más de la escena británica, su propio afán de innovación los llevó, quizás sin darse cuenta, a explorar los distintos rincones de la música contemporánea desde el rock and roll, el jazz y la avant garde, y convertirse en sí mismos en un movimiento propio, una escuela, un paradigma.
Inspirados en la contracultura de los años 60 y herederos de la tradición musical clásica del s. XX, Robert Fripp y sus circunstanciales amigos veinteañeros, emergieron en la escena del Rock como la banda única, inclasificable, camaleónica en la que se transformó tras medio siglo de existencia y teniendo como elemento común sólo la voluntad de estar siempre cambiando.
El miércoles, hace exactamente 50 años, King Crimson lanzaba en Londres su primer disco, “In the Court of the Crimson King”, que esbozaba con claridad los elementos esenciales de la marca Crimson que la banda desarrollaría en su carrera.
Letras crípticas, a veces oscuras, crítica social y planetaria en el contexto de su época, temas largos que se desplazan con indiferencia entre el rock progresivo y le jazz fusión con utilización de instrumentos electrónicos y acústicos que otorgan a la banda una sonoridad inconfundible.
La formación que hizo posible ese primer disco duró muy poco, como todas las alineaciones; otras voces y otros instrumentistas vinieron a dar forma a la banda para tomar una y otra vez un inédito relevo creativo incorporando efectos, orquestas de cámara, violines, saxofones y flautas; guitarras eléctricas, mellotrones y sintetizadores; bajos y contrabajos, percusiones varias, tarros y campanas intentando marcar un sello indeleble en la estructura rítmica.
Sin ninguna concesión a las tendencias en boga ni menos guiños a los medios de comunicación, King Crimson se convirtió de a poco en una especie de mito entre los conocedores del rock inglés.
Discos imposibles de conseguir en Chile, ningún tema en las radios, la carencia absoluta de información en las revistas musicales de esta parte del continente no permitía ni siquiera poder memorizar sus alineaciones dada la pulsión por cambiar permanentemente a sus integrantes.
Largos recesos creativos podrían haber afectado su relación con el público o incluso su propia existencia, sin embargo las audiencias, los seguidores incondicionales los hemos premiado por la vigencia de su modo de hacer música y la voluntad inquebrantable por transformarse en una especie de Leviatán de la música progresiva, por ponerle una etiqueta que la verdad no explica absolutamente los caminos que recorre la banda.
Este fin de semana tocaron por primera vez en Chile, lo que sin duda constituyó una fiesta de medio siglo de vida, que nos permitió viajar por las profundidades de una época macerada por los cambios casi propios de una era geológica.
En sus filas estaba el mítico bajista Tony Levin interpretando ese palo con cuerdas como si fuera un pitecantropus con una herramienta mortal, el sacrosanto Mel Collins y sus vientos de madera y bronce, y por supuesto, Robert Fripp, refugiado discretamente tras esa apariencia de mago de la saga de Harry Potter en el rincón derecho del escenario, como un atalaya, sentado entre dispositivos y amplificadores con su Gibson en ristre y las pedaleras dispuestas a entregar su variada paleta de colores.
Tres bateristas sincronizados y cromáticos guiando los hilos de la vida y la muerte de una banda inglesa que supo conducirse más allá del pop, vitalizándose con la sangre de los estilos musicales circunstanciales de las épocas de su vida.
Ahí estuvimos para celebrar estos años verde y rosa, graves y tenues, de bronces y arpegios, de sonatas y riffs, con la música a flor de piel y balanceándose cariñosa por los recónditos rincones del pensamiento y del espíritu, como los pliegues de la capa del Rey Carmesí, que por fin vino a compartir sus diatribas entre los esquivos súbditos de esta comarca.
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