¿Salud?

A Kevin Silva, víctima de nuestros más queridos vicios

Una de las tantas expresiones que adornan el museo más visitado del mundo, el de los lugares comunes, es aquella perla de sabiduría que reza que el hombre es un animal de costumbres. Una de las más queridas en cualquier capital del mundo entero, pese a los objetables efectos colaterales que acarrea es el alcoholismo.

¡Cuántos países compiten por el dudoso honor de ser la cuna de los dipsómanos del mundo!

En pleno siglo XXI, cuando nos jactamos de una supuesta superioridad técnica e incluso moral frente a nuestro pasado (la peor forma de soberbia de la modernidad), existe un incremento en el índice de hordas de ebrios trenzándose a golpes en las playas veraniegas, destrozando estadios o arrollando y mutilando inocentes en sus autos último modelo; esta lamentable exhibición de estolidez colectiva verdaderamente cansa y hace temer, a más de alguno, que lo que estamos haciendo es emprender un franco regreso a las cavernas.

Por supuesto que no me refiero al inocente acto adulto de disfrutar de una copa al calor de una conversación memorable, de un buen disco de jazz o de una compañía dulce e inquietante a la luz de las velas.

Una barrica de vino mediterráneo, una destilería de Edimburgo o un licor aromático que invade una tarde del Levante concitan por igual la amistad, la pasión lírica, el ensueño, la reverie, como la llaman los franceses.

Desde Salomón, el mítico rey “más sabio del mundo” a las fiestas dionisíacas, del culto decadente al “hada verde”, hasta James Joyce, la mejores páginas sobre el espirituoso líquido han reflejado nuestra imagen más atractiva del alma humana… y sin embargo, su grosero exceso, alentado por el mercado, dados sus cuantiosos réditos, amenaza con acabar con todo eso y exponer, me temo, la verdadera finalidad de la irracional defensa de su consumo sin límites, y una vez más convierte a esta imagen, en solamente eso, un esbozo, hecho sólo de palabras.

“¡Salud!”, decimos, enarbolando bienintencionadas copas ante la mesa generosa de los amigos y la familia.

Aducimos un hálito de alegría, apenas encendido el vino en la garganta, cantamos y reímos en medio del ágape, hasta ahí todo bien pero… ¡qué pronto abandona tan noble intención quien recurre a una copa tras otra, acabando por arruinarlo todo del modo más perfectamente estúpido!

El problema, buen hombre, no es la fiesta ni la buena onda, nunca lo han sido, entiéndase, no soy el Padre Hasbún ni mucho menos: lo es el fárrago, la penosa borrachera, cuyos hijos ilegítimos son la violencia gratuita y el largo derrotero de la autodegradación que lleva a una solitaria tumba.

Todo exceso es malo, dice la otra pieza del museo de la opinión fácil para salir del paso.

Lo que pasa en el cuarto trasero, en quizás que rincón de la mollera es lo que realmente preocupa. No estamos aprendiendo nada, se levantan voces más o menos diletantes y ligeramente irresponsables que claman por la legalización de tal o cual estupefaciente (note usted, literalmente, “droga-que-te-hace-estúpido”), cabe preguntarse, entonces y de una buena vez, ¿cómo lograrlo, si apenas nos comportamos como adultos con una o más chelas en una esquina?

¿Por qué una mayoría resignada debe interrumpir un buen momento, legítimamente arrebatado a la explotación laboral semanal, para aguantar al típico curadito altanero o sobajero?

¿Por qué inmortalizar en mármol ante los amigos una pelea, un insulto o un intento de violación, propiciados por demasiadas cervezas?

¿Hasta cuándo el doble standard de los noticieros que claman por el aumento de accidentes de tránsito por el consumo de alcohol y no vacilan en buscar el auspicio de la industria de alcoholes que gustosa exhibe, con poderosa máquina publicitaria, las bondades de andar literalmente “borrado”?

¡Dale con una chela tras otra, que la tremenda gringa en bikini demás que se va a ir con el más borracho, vamos que se puede! ¡Bienvenido a ver lo que otros no ven! (el delirium tremens vendido como beneficio, de lujo). Con descaro supino, ¡porque yo pago, pues hombre!

Si embriagarse y estupidizarse en masa es lo único que cuenta, entonces no hay salud que valga, podrían invocarse sin esfuerzo tantos problemas detrás de este idiota gangueo y profusión de bravatas que apenas pueden sostenerse en pie.

Quizá se trate sólo una cobarde ansia de evasión social, un arrastrar a otros a mi fácil degradación, a una incapacidad manifiesta para enfrentar los problemas o simplemente carencia de inteligencia emocional, ya que bebo para tener el coraje de abordar a quien no soy capaz, para soportar una miseria contra la cual no sé rebelarme.

Porque, finalmente, el único activo que va teniendo quedar como zanja de borracho es, apenas, un simple sobreestimar de capacidades y acabar disociando cuerpo de mente, o sea, lo más parecido a la esquizofrenia. Dijo un día Juan Luis Martínez, el gran olvidado, que el ser humano no soporta mucha realidad, el consumo disparado de alcohol, cada vez desde menores edades, confirma la alienación buscada cada vez más resueltamente.

Y sin embargo, atavismos remotos nos motivan a justificar el vulgar exceso, a darnos el golpecito en la espalda y minimizarlo. Nuestros legisladores, como siempre a contrapelo (¿o con resaca?) afirman querer reprimir enérgicamente su consumo en los automovilistas, pero cuando notan apenas un asomo de resistencia, comienzan a sudar frío, exclamando “oh, pero que hemos hecho”.

La barra de ebrios con poder y sus votos es lo que ellos temen, el lucrativo mercado detrás, para qué insistir, en especial si escuchan quejas de celebridades de bajo pelaje (algunos parientes cercanos del poder), que han sido sorprendidos con “unas copitas de más” y convirtiendo al bólido en una potencial arma de destrucción masiva.

Éstos, verdaderos niños símbolos de esta extraña y regresiva cruzada, inspiran la indignación del honorable tontorrón que no lee la ley y luego la aprueba, y no lo inspiran, en cambio, los maltratos psicológicos y físicos contra esposas e hijos, los abusos sexuales, las peleas sangrientas a las salidas de discotecas o el infeliz que arrasa con un paradero y mutila a una joven promesa del deporte.

No, nadie los conoce, qué importan, hay que actuar rápido, pobre Negro, pobre Che, por qué no dejan que la gente buena se tome su traguito, y se vaya en su autito para la casa, si no va a pasar nada…

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