Es lamentable escuchar una buena noticia en la calle. No tener la posibilidad de abrazar a alguien, de emocionarse, de compartir la alegría que se compone así, de a poco, de a poquito, de fragmentos, de recuerdos, de destellos. Hasta llegar luego a la clases y tener que dejar ir la imagen recuperada a las 8 y 15 de una mañana cualquiera en una calle de Santiago.
Es que el Nobel a Dylan lo ameritaba.
¿Por qué conmoverse? ¿A qué tanta alegría?
Crecí escuchando a Bob Dylan. Han sido más de cuarenta años en que su música se ha dejado oír para mí sea a través del pickup y los long play (que, por las curiosidades propias del idioma boutique, hoy se llaman tornamesa y de vinilo respectivamente), de las radio a transistor, de los casetes y los personal estéreo, de las primeras versiones digitales, hasta el Spotify.
Ahí ha estado sonado The Times They Are a-Changin', canción adherida a mí como una ortopedia que, a la distancia, recorre mi mundo, ordenando mi propia experiencia, acorde a los tiempos, aquellos que están en mudanza.
Y mudaba yo también. Apegado a la radio y al pickup confrontando el canto popular con un padre que reconocía en cosa de segundoscualquier pieza docta en el día. Mudaba de escuela a universidad, de una polola a una compañera, de universidad a trabajo, de hijo a hija, de hija a hija, de trabajo a otro trabajo, de un país al otro y de vuelta, de un canto a otro pero de vuelta al mismo. Los tiempos seguían mudando y yo también.
Tardé mucho, décadas, en ver a Dylan en vivo. Dylan no vio al público, no me vio a mí, a ninguno vio, pues, no mira a la platea. No es el Lennon que pide aplauso a las galerías, mientras a los de la primera solo que se contenten con hacer sonar sus joyas. No, Dylan es hosco, no saluda, no da las gracias, no agrede ni fanfarronea, mira a su música y se sumerge en ella. Es difícil saber en qué idioma canta, creo que la palabra ninguno es la correcta. Arrastra, sin mucha piedad, las consonantes y es probable que las vocales las haya olvidado hace ya bastante tiempo.
Es en su trinchera acústica donde, creo yo, se instala Dylan. En el hacer, en el hacer lo que él quiere hacer. Su música es como su pronunciación, no hay majestuosidad en ella, no hay momentos de gloria ni de sensibilidades gratuitas. Al Blowing in the wind se lo lleva el viento y se suceden mortales, agónicas, las canciones que, a la postre, nunca conocieron la muerte. No hay espectáculo en esto, solo un hombre solo, con su guitarra, y su armónica, un tamborilero sin baile, sin tambor, un viejo sin edad, un desgreñado personaje sin tiempo.
Nació en Duluth, en el lago Superior. Allí donde América deja de ser fancy. Allí donde llegaron los fineses empobrecidos a buscar empleo en los bosques de coníferas; muy cerca de donde se instalaron los croatas y los cornish a trabajar las minas de hierro de la Iron Range, y al puerto, donde se arrimaron griegos, italianos, algunos judíos, armenios y polacos atraídos por una navegación que de puro milagro atracaba en el corazón de América desde un lejano Atlántico.
Duluth no es la América de las pasarelas ni de los espectáculos, es la América más profunda, más obrera, más minera, más portuaria, es la cuna del Partido Comunista y de Bob Dylan también. Es desde esa periferia desde donde se hace el personaje que recoge la tradición de la tierra, esa que va desde Woody Guthrie hasta Pete Seeger y Joan Baez; la de este gremio blanco de cantores y cantoras cuya historia se entrecruza con la de Violeta Parra y de Víctor Jara. Son los desencantados del Imperio, utópicos dosificados con una buena proporción de escepticismo.
Como Dylan, transitan por el midwest los minnesotanos desencantados como Scott Fitzgerald o Sinclair Lewis, a quien su pueblo -Sauk Center- recuerda con honores a pesar de haber sido blanco de sus ironías.
Escépticos como Garrison Keyllor, quien no contento con inventar un pueblo – Lake Wobegon, o un lago más bien tristón, allí “donde todas las mujeres son fuertes, los hombres bien parecidos y los hijos, bueno, justo por sobre el promedio” - mantiene el único radioteatro de cobertura nacional en los Estados Unidos de Norteamérica.La tierra de Prince, pero también de Charly Brown, nostálgico de una patria que nunca jamás existió.
Dylan navega consigo mismo a través de esa otra orilla que ofrece una manera distinta de transitar a lo largo de la segunda parte del siglo veinte. Una orilla donde el canto popular, la radio, el rock, la ingenuidad, el escepticismo y la ironía dan lugar a una curiosa forma de ser norteamericano.Pero no escapa su tránsito al juicio de sus coetáneos.
The Times They Are a-Changin'. Dylan– así lo denuncian los fundamentalistas de su tiempo – traiciona las raíces cuando toma la guitarra eléctrica, ya no es el folk singer, deja para muchos de ser el heredero de Guthrie. Y, vaya cosa, una buena parte de sus críticos terminaron empuñando una guitarra eléctrica. La certidumbre de que no hay a seguir sino el camino que la intuición indica, va marcando la diferencia entre quien inaugura y quien solo repite, de quien crea frente a quien reproduce.
Dylan vuelve a defraudar a quienes querían verse a sí mismos reflejados en el ídolo y que se negaban a ver al creador que tenían enfrente.
Él no es una figura importante en los movimientos contra la guerra de VietNam. No llega a Woodstock ni a Big Sur y allí donde Santana, Hendrix, Joplin y los demás marcaban la historia, Dylan no lo hacía. No era el héroe de la jornada, no era titular de diario. Empero, desfigurado en la contingencia, no se detuvo en el curso de tiempos que se dejaban mudar por las emergencias episódicas de músicos, artistas y escritores de un día.
Entre tanta mudanza, Dylan es consistente consigo mismo. Su puesta en escena no es sino reflejo de la indiferencia ante la superficialidad de las cámaras dispuestas para los maquillajes que, en secuencia infinita, se suceden unos a otros, esperando un momento de suerte para asomarse a la vitrina y sepultarse en la amnesia que los miles de otros maniquíes acarrean consigo. Dylan llega poco a las vitrinas y – a pesar de que The Times They Are a-Changin' – reposa en las estanterías para consulta permanente.
La decisión de Estocolmo es más que la historia de la vocación irrestricta de un artista por su oficio. Yo esperaba a Nicanor, a Nicanor lo seguiré esperando porque es casi condición natural hacerlo. Pero tal vez lo que no esperaba era que las puertas de la Academia fueran abiertas de par en par por la figura hosca de Dylan, lo que es como decir que las artes populares fueran finalmente acogidas por las artes doctas. Imagino a mi padre silbando, cosa que nunca hizo, Lay Lady lay.
Mi alegría, mis ganas de abrazar a cualquier caminante de la mañana santiaguina, tenía que ver, al fin de cuentas, más conmigo que con Dylan. Era la oportunidad de volver a la escuela, ensayo en mano, para decir a mi profesor de inglés, que lo que intenté a los catorce años no era precisamente para que, leyéndolo en voz alta y burlonamente, intentase hacer reír a mis compañeros de curso a costa mía. Que tal vez era posible que mientras aquellos escribían en inglés (o algo parecido) acerca de la industria automotriz o de los inventos científicos yo podía escribir en inglés (o algo parecido) acerca de Bob Dylan.
Tal como el Nobel me alienta a encarar el pasado, su llegada a manos de Dylan reivindica a tantos de nuestros artistas populares, a tantos de los artistas menores, que fueron consecuentes con sus oficios a costa de tanta represión ejercida en sus casos no por un profesor de inglés sino que a través del refinamiento de las artes, del buen gusto y del talento artístico que viene con la sangre, y que, Violeta en mano, pueden ahora levantarse desde sus tumbas para reclamar el reconocimiento que a través de sus vidas les fuese negado.
La Academia lo ha logrado pero, lo más probable sea que nuestras elites intelectuales y artísticas vuelquen una vez más las espaldas al arte popular porque The Times They Are a-Changin’, la Academia ya no es lo que era. ¿Viste a quien le dieron el Nobel de la Paz? O, bueno, porque Dylan es Dylan y canta en inglés, o algo que se le parece.
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