Ayer fue un día para conmemorar. Las sociedades contemporáneas, Chile entre ellas, han dado un salto cualitativo desde que, a inicios del siglo XX, la ausencia de derechos políticos, sociales y reproductivos de las mujeres desembocara en la conmemoración de esta fecha, como un recordatorio de las demandas por el pleno reconocimiento de su ciudadanía.
En nuestro país, sin embargo, persisten las disparidades de género tanto en lo material como en lo simbólico, evidenciadas por ejemplo, en la distribución de ingresos y posición en el mercado del trabajo, en la (des)valoración de sus cuerpos, en las dificultades para alcanzar el reconocimiento social, en la resistencia a reconocer sus derechos reproductivos, en la descalificación a su liderazgo, entre muchos otros.
El ámbito laboral es tal vez, el más visible para la gran mayoría, porque lo viven a diario.Ellas se concentran, en promedio, en labores con menor estatus y valoración; en los niveles más bajos de la jerarquía ocupacional y con una de las las brechas salariales entre hombres y mujeres más amplia en América Latina. El salario femenino continúa siendo un 15.5% menor que el de los hombres, versus un 16.4% en 2014 y un 16.7% en 2013, de acuerdo a cifras de la Superintendencia de Pensiones. A nivel mundial, Chile está en el lugar 131, de un total de 134, en el Ranking de Igualdad Salarial según el Informe Global de Género 2015 del Foro Económico Mundial.
Las explicaciones que apelan a factores de contexto, como por ejemplo, Chile es un país machista, o las leyes no han sido hechas por y para las mujeres, o el conservadurismo religioso ciega el reconocimiento de nuestro tenaz patrón de desigualdad, distrae la atención de las prácticas y acciones cotidianas ya sea en el trabajo, en la política, en la calle, en la familia, etc., que reproducen ideas y expectativas (es decir, fronteras sociales), que definen lo femenino en nuestro país. Las desigualdades sociales son un resultado colectivo. Y, en el caso del mercado laboral, lo cotidiano suele sugerir que las mujeres son las invitadas de piedra en el ámbito productivo.
Este convencimiento se logra no sólo a través de las estadísticas y rankings del país, sino a través de las experiencias de desvaloración cotidiana, por lo general vinculadas a las responsabilidades de cuidado familiar y trabajo doméstico, que se asumen femeninas y que operan como diferenciación natural para distribuir oportunidades en el trabajo.Sin duda, existe una permanente tensión entre responsabilidades productivas y reproductivas, pero las discontinuidades y conflictos con el mundo del trabajo recaen mayormente en las mujeres. Ellas son las que, se asume, compatibilizan familia y trabajo en una individualización de problemas que son, en la base, sociales y compartidos con los hombres.
Así, la posición de las mujeres en el mercado laboral chileno está inextricablemente unida al “aura de la maternidad”, que cubre de sospecha su inversión en lo productivo y limita el acceso a ciertos beneficios del trabajo. Ciertamente, “elegir la carrera” está siempre condicionado por decisiones relativas a los hijos. No obstante, la falta de reconocimiento y valoración de las mujeres obstaculiza su participación plena en el mercado laboral aún sin hijos.
Y es que la sombra de lo reproductivo en el mundo del trabajo y la percepción de capacidades que de ello deriva, se expresan en estereotipos por parte de los empleadores que inciden en menores oportunidades de responsabilidad y liderazgo laboral para las mujeres. Ello también se refleja en patrones de discriminación, que condicionan el modo de inserción y segregación ocupacional, y la desvaloración del trabajo femenino, desembocando en una usual carga por“demostrar” la excelencia de su trabajo.
Por eso, las medidas que aborden la desigualdad de género apoyando exclusivamente a las mujeres que son, o aspiran a ser madres, que insisten en que los costos de tener una familia sean asumidos sólo por ellas y que no modifiquen la valoración simbólica (y monetaria) de su aporte en la sociedad chilena, perpetuan las diferencias que legitiman la desigualdad.
Ello sólo contribuye a naturalizar la persistente desventaja de las mujeres y menoscabar a más de la mitad de la población de nuestro país. Es por eso que las mujeres exigimos, nada más y nada menos, el reconocimiento de la calidad de sujetos, en igualdad de derechos y deberes.
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