Los Derechos Humanos, tal como se entienden en la actualidad, son el resultado de un gigantesco esfuerzo, realizado en distintas épocas y etapas históricas, por los pueblos y los Estados para plasmar jurídicamente un conjunto de garantías mínimas que alcancen a todas las personas, en todas las culturas y formas de vida que participan de esta comunidad abstracta que llamamos humanidad.
Por eso es tan indignante que se les utilice como un arma electoral o, más aún, como un juego de lenguaje vacío, que niega a conveniencia lo que interesa y pide cuentas a los demás sin considerar la importancia que reviste su defensa, promoción y resguardo en todas las circunstancias y en todos los contextos. Por supuesto que enfada que el candidato José Antonio Kast sostenga que durante la dictadura militar "se hicieron elecciones democráticas y no se encerró a los opositores políticos". Pero lastimosamente, esa es sólo una expresión más en un constante fluir de afirmaciones similares, que no parecen alarmarnos como debería.
Desde 1948 hasta el presente, la comunidad internacional ha avanzado en reconocer, clarificar e institucionalizar un sistema de derechos que ha permitido a los seres humanos ir controlando su destino y reafirmando su dignidad. Más que meras declaraciones jurídicas, han sido procesos sociales, resultado siempre provisional de las luchas de acceso a los bienes (materiales e inmateriales) necesarios para la vida. No es la ley, como disciplina jurídica, la que crea los Derechos Humanos. La juridicidad es una convención cultural que se usa para introducir una tensión entre los derechos reconocidos y las prácticas sociales que buscan su reconocimiento positivo, o al menos un procedimiento que garantice una dignidad que antecede a tales normas.
El principal escollo en todos estos años ha sido una mentalidad, propia de la Guerra Fría, que separó entre derechos civiles y políticos -por un lado- y derechos económicos, sociales y culturales por el otro. El "campo occidental" afirmó la preeminencia de derechos como la libertad, la propiedad y la seguridad personal; mientras el "bloque oriental" dio importancia al derecho a la educación, a la salud y al trabajo. Ambos bandos utilizaron esa dicotomía para justificar sus propias violaciones e incumplimientos en materia de respeto y reconocimiento a una parte de los derechos fundamentales.
Con el fin de la Guerra Fría, esta comprensión sesgada y reducida fue sustituida por una nueva mirada, mucho más integradora. En 1993, Naciones Unidas celebró en Viena la Conferencia Mundial de Derechos Humanos, dando origen a la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos. El mayor avance se produjo en el plano diplomático y conceptual, ya que se logró un nuevo consenso mundial que borró la vieja disyuntiva entre derechos de primera y de segunda generación, y consagró cuatro palabras que se han convertido en las señas de identidad de un campo de derechos integrado, complejo y sistémico. La declaración de Viena definió a los DD.HH. como "universales, indivisibles, interdependientes e interrelacionados".
Decir que los derechos son indivisibles es sostener que no se puede obtener un tipo de derecho sin acceder a los demás. Afirmar que son interdependientes apunta a que una serie de derechos depende necesariamente de todos los otros. Proponer que están interrelacionados quiere decir que todos los derechos humanos se relacionan íntimamente entre sí. Y sostener que son universales reconoce que a nadie se le puede excluir de su acceso y pleno disfrute.
Hoy puede parecer obvia esta definición, pero sigue siendo un desafío su plena comprensión y asimilación. No faltan los Estados que en razón de la defensa de su soberanía o supuesta identidad cultural no reconocen múltiples derechos básicos, persiguiendo minorías étnicas, sexuales o disidentes políticos. Nuestro país tiene un serio déficit a la hora de reconocer plenamente los derechos económicos, sociales y culturales, ya que la salud, la educación y la vivienda han sido privatizadas y reducidas al carácter de una mera mercancía.
En estos días ha causado polémica la alarmante situación de Nicaragua, que está perdiendo su democracia por la vía de un burdo fraude electoral. En esta materia no cabe argumentar desde un supuesto "derecho a la autodeterminación" o "no injerencia" internacional. Por el principio de universalidad es deber de todos los Estados y de la ciudadanía mundial, alertar y actuar cuando se produce una vulneración de los derechos políticos de un pueblo, porque en ese momento también se está violando el conjunto de todos sus derechos humanos. Ello no quiere decir que se legitime la acción unilateral de otros Estados, que movidos por sus propios intereses estratégicos utilicen esta situación para expandir su órbita de poder e influencia. Pero es evidente que ningún gobierno puede escudarse en el principio de "no intervención" para evadir su responsabilidad. La crisis de la democracia en Nicaragua es una violación al conjunto indivisible, interdependiente e interrelacionado de derechos de su ciudadanía.
El mismo criterio cabe aplicar en Chile. Los numerosos informes internacionales que denuncian catastran y verifican las gravísimas y masivas violaciones a los Derechos Humanos cometidas por el actual Gobierno desde el 18 de octubre de 2019 en adelante son el resultado de esta concepción integral. Atender a las denuncias internacionales es un deber inexcusable de las autoridades de la actual administración, que no puede argumentar que se trata de meros asuntos internos del país.
Chile ha llegado a esta situación porque la sostenida y sistemática vulneración de los derechos sociales de la población llevó a una enorme crisis de gobernabilidad que fue reprimida de una manera brutal y desmesurada durante el estallido social. No hay mejor ejemplo que este para entender el carácter universal, indivisible, interdependiente e interrelacionado de los Derechos Humanos y el constante ejercicio de interseccionalidad que exige su defensa.
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