Hay sentimientos encontrados en el caso de lo que ocurre con el general (r) Juan Emilio Cheyre. De partida y lo más cercano en el tiempo, es que se debe reconocer su indudable aporte al proceso de reconciliación del Ejército con los civiles. El país tiene una deuda con el ex comandante en jefe del Ejército, en el ejercicio del rol institucional que le tocó desempeñar.
Y, aunque ahora algunos aprovechan la situación para atacar a Ricardo Lagos Escobar, por las buenas opiniones que en su oportunidad diera sobre el ahora cuestionado personaje, no hay nada que reprocharle porque lo que ha señalado corresponde a la verdad sobre un hecho histórico incuestionable.
Sin embargo, no es nada de lo anterior lo que se está debatiendo de fondo en el país, luego que el ministro Mario Carroza ordenara su procesamiento en el marco del Caso Caravana de la Muerte.
Argumenta bien Genaro Arriagada cuando advierte que "no intentemos reducir la moral política a la sola búsqueda de la justicia". Porque, consecutivamente, tampoco debiéramos separar por completo la moral política de la búsqueda de la justicia. Ambas cosas constituirían un error, precisamente por ser análisis incompletos.
Está en lo cierto el abogado de Cheyre cuando señala que “estar ese día y saber lo que estaba pasando no es cooperar con la ejecución de los delitos”. Por lo mismo, mientras no se aclaren los hechos, lo que hay es un juicio en marcha y no una sanción concluida.
Tiene razón el presidente de la UDI cuando señala que “no podemos actuar como si él estuviera condenado”. Lo que se señala es de la esencia del Estado de derecho, y no veo a nadie planteando las reglas que tanto costó volver a recuperar. Pero tampoco es esto lo que está en el centro de la discusión nacional sobre este caso.
Muchos, con razón, están alarmados por la insistencia de Cheyre en no renunciar a su puesto en el Consejo Directivo del Servicio Electoral, por estar (a su juicio) “legal y moralmente habilitado para seguir como Consejero”, y porque ha señalado que persistirá en su postura hasta tener "la certeza que mi ausencia no afecte la institucionalidad vigente ni constituya una interferencia en mi defensa”.
Esta es una situación subsanable en cierta rapidez, primero porque si se llena una vacante extra por nominar en el parlamento, ya no habrá excusa institucional que valga, puesto que el Servel podrá seguir funcionando sin problemas. Segundo, porque no todos comparten con el ex uniformado el juicio que hace sobre lo pertinente de su permanencia en un organismo que debe estar fuera de cualquier cuestionamiento, más aún en año electoral.
Tal como ha señalado el subsecretario del Interior, Mahmud Aleuy, comentando esta situación, "cuando hay dudas sobre algunos aspectos y uno está en instituciones públicas que le tienen que rendir cuentas al país, es mejor dar un paso al lado. Por lo menos durante el período en que las dudas existan". Más allá de la anécdota, tampoco aquí encontramos lo medular de lo que hay que establecer en este caso.
Al mismo tiempo, la gran lección para las nuevas generaciones que recuperaron la democracia para Chile consiste en dejar presente que, finalmente se hace justicia para que nunca más se repita las violaciones a los derechos humanos. Esto debe primar por sobre cualquier otra consideración.
Porque lo fundamental es que si el general ® estuvo involucrado como cómplice en la violación de los derechos humanos, no puede usarse como excusa ni su rango ni su juventud de aquel entonces. Nadie entendería en el futuro que se hiciera una salvedad en este caso.
Lo que no hay que aceptar como algo natural es que empiecen a soplar vientos de fronda.La élite siempre encuentra una razón para justificar a uno de sus integrantes.
Las reglas por las que uno guía sus acciones deben ser expresadas antes de que tenga que aplicarlas. Hay que hacerlo de este modo porque nunca deja de ocurrir que las reglas terminan aplicándose a los cercanos o a uno mismo. Pero lo que en política no se puede aceptar es que un actor relevante tenga reglas para los amigos y otras válidas para todos los demás.
Con todo, esto tiene algo de lamentable. Otros que hicieron mucho menos que Cheyre, o que directamente no hicieron nada no serán jamás juzgados.
El conocido intelectual español Daniel Innerarity, hace poco de visita en Chile, advertía sobre la modificación que tiene nuestra evaluación sobre los méritos y deméritos en la vida pública con el paso del tiempo: “Lo que merece alabanza o censura es tan relativo a un contexto determinado que más nos valdría valorar siempre con cautela”.
Lo que ocurre, en opinión del autor de La política en tiempos de indignación es que, al modificarse lo posible, se modifica la visión que tenemos de las cosas: “El horizonte desde el que se valora el éxito o el fracaso es diferente porque continuamente se está modificando lo que es políticamente posible en cada momento”.
Cuando se juzga ahora la transición política chilena y, en particular el papel de Patricio Aylwin dentro de ella, siempre me ha parecido escuchar la voz de Innerarity diciendo “cuántas decisiones políticas son censuradas sin tomar en cuenta lo que era posible en el momento en que se adoptaron”.
Esto también puede decirse de Cheyre. Dos momentos de su vida nos merecen hoy en día juicios polares, tal vez sin considerar lo que fue obvio en su día y que ahora solo es reconstitución histórica. Pero cada nuevo contexto volverá a replantear lo que ocurrió con el pasado y la toma de decisiones de los actores en sus circunstancias irrepetibles.
Volveremos a ver los mismos acontecimientos de manera distinta en el futuro. Lo que no puede variar tanto es el juicio ético que queremos que se trasmita a la siguiente generación.
Y lo que hemos de legar es la firme convicción que nadie puede atentar contra los derechos humanos sin que, tarde o temprano, se tendrá que hacer responsable de sus actos y responder ante la justicia.
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