Desde el año 2007 la Asamblea General de la ONU declara el 20 de febrero como el Día Mundial de la Justicia Social. ¿Su intención? Visibilizar de forma mancomunada que el desarrollo social, la paz y la equidad son fundamentales para lograr el bienestar de los pueblos y que para lograrlo la erradicación de la pobreza es una meta clave en la que tenemos que avanzar. La pregunta es cómo logramos que apenas un día al año mantenga viva la fuerza para avanzar en esta tarea los 364 restantes.
Si pienso en las miles de personas que trabajan en la erradicación de la pobreza y en el bien común y que he conocido antes y después de 2007, el optimismo y la percepción de que se puede es grande, pero no suficiente. Si pienso en las miles de personas que viven en pobreza y la sufren día a día, el sentido de urgencia y la necesidad de amplificar la tarea me estremece.
Muchos le tememos a la pobreza porque sigue siendo un estigma grande en nuestra sociedad. Tu origen humilde, las carencias que viviste y tu esfuerzo por superar todos los obstáculos parecen no ser suficientes para superar el estigma. Además de batallar contra la pobreza todos los días, tener que lidiar con el estigma de ser pobre; esa es la mayor de las injusticias sociales.
Así es que si vamos a hablar de justicia social, vale esta historia.
Conocí a María el año 1995 en un campamento en Colina. Adulta mayor a cargo de hijas y nietos, a causa del consumo problemático de sus hijas. El abandono colmaba su vida. No tenía nada para echarle a la olla a diario. Y, a pesar de todo esto, contaba con una fuerza y una sabiduría que compartía y que hasta hoy me acompañan. Ella mandaba a los nietos al Centro Abierto por la comida, pero pronto, con algunas amigas, empezó a ser parte de la cocina que preparaba esos alimentos.
Al mismo tiempo, participaba de la olla común del campamento, cuyo objetivo era lograr el ahorro para la casa propia de las familias. María había aprendido de su madre que la colaboración, la solidaridad, la alegría y el estar presentes era la forma de salir adelante y, cuando nos conocimos, vio que nosotros podíamos ayudarla en lograr más de ese tipo de acción social.
Reconozco que ella vio el potencial, antes que lo descubriéramos nosotros. Nosotros queríamos cambiar el mundo y ella creía que nosotros podíamos ayudarla a cambiar su mundo. Emprendimos la tarea: día a día, atendíamos 250 niños y niñas en el Centro Abierto. El Estado, a través del Ministerio de Vivienda, se hizo presente y si bien pasaron cerca de 10 años para que lograran la casa propia y el campamento se convirtiera en villa, se logró.
La acción social fue mutando: el Centro Abierto cerró, se instaló un jardín infantil, muchos profesionales del Estado y de diversas oenegés pasamos por ahí. Algunos ni siquiera vimos los frutos del esfuerzo, pero se logró.
A los pocos años de lograr la construcción de la villa, María falleció, pero logró su objetivo. Lo interesante es que hace algunos meses por Facebook y 30 años después, encontré a una de las nietas de María. Ella vive en la villa construida con el impulso de su abuela. Está casada, tiene varios hijos y estaba anunciando una completada para reunir fondos para un tratamiento de salud de una vecina. Lo primero que pensé fue en María. Estará orgullosa de ver a su nieta movilizada por el bien común; como ella, como muchas a diario. Y luego pensé en esta columna y en el día de la justicia social.
Justicia social y bien común van de la mano. Por eso, la invitación es que, además de erradicar la pobreza, erradiquemos el estigma de ser pobre. Los que la viven pueden salir adelante si colaboramos y creemos en ello. Avanzaremos en justicia social, reconociendo el esfuerzo cotidiano de quienes intentan salir de la pobreza día a día, los 365 días del año. Gracias a todas las Marías de Chile y el mundo.
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