El año 2015 estuvo marcado por las tragedias que quedaron plasmadas en algunas imágenes difundidas por los medios de comunicación, en que cientos de migrantes y refugiados morían en el mar, los que tenían la suerte de alcanzar la costa europea con vida eran encarcelados en centros de detención, asistidos por organizaciones humanitarias, o reprimidos brutalmente por la policía.
El alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) estima que entre 2014 y 2016 más de 10.000 personas han muerto en el Mediterráneo intentando cruzar a Europa.
Otras 10.000 que se encuentran atrapadas centro de detención de las islas griegas del Mar Egeo, empezaron a ser enviadas a centros de detención en Turquía, en condiciones de extrema precariedad, en virtud de un acuerdo de colaboración entre este país y la Unión Europea firmado en marzo de 2016.
Estos datos que ilustran someramente lo que fue bautizado por los medios de comunicación como la “crisis migratoria” no dan cuenta sin embargo de una realidad nueva, más bien, ponen en evidencia la intensificación de una situación que viene ocurriendo desde hace al menos tres décadas en las fronteras europeas y estadounidenses.
Esta intensificación de la represión fronteriza que viene dándose desde inicios del siglo XXI en Europa y EEUU es la radicalización de una política de Estado impulsada de manera continuada y sistemática desde el último cuarto del siglo XX.
La crudeza y la visibilidad con que esto se expresó el 2015, es el punto culmine de una política de represión migratoria que cuenta con una consistencia de poco más de tres décadas, y que con ciertos matices la ha aplicado la gran mayoría de los países desarrollados.
Lo que ha mostrado esta tendencia es que las políticas de seguridad y control fronterizo logran parcialmente su objetivo de reducir los ingresos de los migrantes, sin embargo consiguen también incrementar las muertes en los trayectos, incentivan las redes de trata y tráfico, aumentan la irregularidad y la vulneración de derechos en los migrantes y refugiados.
Las políticas de seguridad fronteriza activan así todo un complejo sistema de incentivos a la inseguridad migratoria. Lo que realmente ha entrado en crisis con la llamada “crisis migratoria” es la forma de la democracia que ha pretendido sentar sus bases sobre los derechos humanos.
Chile es desde la década de 1990 un país de inmigrantes sin una política migratoria. Y ha sido un país emisor de refugiados, sin una política de refugio consistente. La situación de vulneración de derechos que viven muchos migrantes y refugiados se debe en gran medida a la falta de una política sólida en favor de su acogida y reconocimiento.
El Estado chileno ha sido negligente y con ello ha contribuido a que esta situación de vulneración de derechos se reproduzca. Paradojalmente con su historia reciente de Chile debiera ser un referente mundial de la promoción de los derechos humanos y de la solidaridad con todos aquellos que en sus sociedades de origen están expuestos a las más brutales formas de violación de sus derechos, su seguridad y su integridad.
Debemos devolver la mano a aquellos que como muchos de nuestros compatriotas en el pasado, han tenido que huir de sus países porque su vida está en peligro. Es un mínimo gesto que debiéramos asumir y empujar desde la sociedad, y es que los dirigentes políticos que han gobernado este país por más de dos décadas, quienes además fueron afectados directamente por el exilio y la necesidad de asilo, no lo han hecho.
El año 2010 se redactó y aprobó en Chile una ley que establece disposiciones sobre la protección de la población refugiada, lo que constituyó un avance significativo en concordancia con los acuerdos internacionales para la protección de las personas solicitantes de asilo y refugiadas. Este avance sin embargo hay que considerarlo el primer paso y no el último que debemos dar.
La deuda que tiene este país con los derechos humanos debe encarnarse en una política de acogida y reconocimiento de refugiados que convierta esa ley en condiciones de vida dignas para estas personas. Es imperioso además comprometer recursos para aumentar sustantivamente el número de personas refugiadas acogidas.
Hoy de los 850 mil chilenos que aproximadamente vive en el exterior, la gran mayoría son hijos de la persecución y el exilio. Frente a esta solidaridad que muchos países del mundo tuvieron con los chilenos y chilenas, hoy Chile responde con mezquindad.
Actualmente residen en este país unos 2 mil refugiados, y el gobierno acaba de anunciar con gran publicidad que va a recibir en los próximos meses a 60 familias de refugiados sirios. La mitad de los que se había comprometido a recibir en un principio.
Como referencia digamos que los países que más refugiados acogen en el mundo son Turquía con poco más de 2 millones, el Líbano y Pakistán con más de 1 millón, seguidos por Jordania e Irán que acogen en torno a 700 mil cada uno. A mucha distancia de los 250 mil que ha acogido Alemania, y los 50 mil que recibió Canadá en 2016. Del más de 1 millón de solicitudes de asilo que se realizaron en 2016, nuestro país respondió con acoger sólo 60. Un cordial saludo a la bandera que debiera avergonzarnos.
Hoy se conmemora el día internacional del refugiado, y es un buen momento para asumir un compromiso con la población refugiada no solo fundado en la convicción por construir una sociedad de derechos, sino también como respuesta a un sentido de responsabilidad con nuestra historia.
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