Según el Segundo Estudio Nacional de Discapacidad, elaborado por SENADIS (2015) el 20% de la población adulta chilena, es decir, 2.606.914 personas, se encuentra bajo algún tipo de limitación física, mental, intelectual o sensorial. Del total de habitantes en el país, un 14,8% son hombres con esta condición y otro 24,9% mujeres, mientras que un 10,6% de ese universo de 20% son mujeres con una discapacidad severa (SENADIS, 2016).
Respecto a este último dato, el promedio de escolaridad de hombres con este grado de dificultad era de 7,7 años, en tanto, el promedio de escolaridad de las mujeres fue de 6 años. En cuanto a su nivel de participación laboral, el 53,1% de hombres se encontraba trabajando y un 37,2% mujeres.
El extenso listado de cifras anteriormente expuesto da cuenta en alguna medida cuantitativa del panorama de exclusión que vivencian mujeres en esta realidad, quienes deberían ser protegidas por el Estado de manera prioritaria por su estatus de especial vulnerabilidad, según el mandato de la Convención Internacional de los Derechos de las Personas con Discapacidad y según la propia legislación chilena, en la Ley N° 20.422 que establece normas sobre igualdad de oportunidades e inclusión social para estas personas.
Sin embargo, muy por el contrario, las mujeres en situación de discapacidad además de sufrir exclusión y todo tipo de violencia asociada a su estado, no tienen la protección que deberían tener.
Es más, sus problemáticas se ocultan en las sombras de la discriminación y, tristemente, también son las grandes ausentes en las consignas de la interseccionalidad del discurso feminista chileno, muy valorado por gran parte de nuestra sociedad, pero carente de empatía para con estas mujeres.
Qué decir de las políticas públicas, reactivas y deficientes en materia de prevención y acción en contra de la violencia de género, que además en estos casos no abordan profundamente.
Aún tratan de manera somera las necesidades especiales que presentan dichas mujeres, derivadas de su situación personal.
La experiencia de la Fundación chilena para la Discapacidad refleja que este grupo es víctima de episodios de maltrato ocasionados principalmente por su círculo familiar más cercano, es decir, padres, hermanos, hijos, etcétera, siendo incluso sus propios cuidadores y tutores los crueles autores de los más repudiables vejámenes, ocultos bajo la opacidad de un encarcelamiento social, donde en teoría no existen ni grillos ni celdas, pero donde las víctimas vivencian la más lapidaria privación de su libertad, que se perpetua por medio de daño psicológico, físico, económico y de todo tipo que se pueda imaginar.
Las mujeres en situación de discapacidad, además de sobrellevar la carga de su género, batallan a diario contra las saetas de la exclusión educativa, laboral y social, según se expresa en las cifras indicadas al inicio.
Así, estas mujeres caen en las mazmorras de una dependencia mal habida, de la que podrían liberarse si tan solo existieran los apoyos necesarios para consagrar su autonomía y su autodeterminación.
Entonces, difícilmente logran fecundar sus propios sueños, y si los llegan a lograr, muchas veces deben abortarlos, por acciones o decisiones autoritaristas de su círculo más cercano y que no necesariamente provienen de un hombre.
¿Qué estamos esperando? Creo que no es necesario que muera una mujer con este perfil a causa de un acto de violencia, para instalar el problema públicamente.
Al parecer, estos asuntos no están siendo considerados en el paradigma de la interseccionalidad en el itinerario del movimiento social chileno que busca reivindicar los derechos y el rol social de la mujer.
Por lo mismo, es imperante llevar este tema a la cúspide del debate político y social.
Desde luego, se torna necesario que las políticas públicas aborden en forma prioritaria las acciones educativas, preventivas y de atención con un enfoque en aquellas mujeres que están en situación de discapacidad, desde una perspectiva de derechos humanos.
Lo anterior, debe ir concatenado con una mejora sistemática de los brazos articuladores y los motores de las políticas públicas a nivel local, como lo son las oficinas de la mujer y las oficinas de la discapacidad de cada municipio, a través del acceso a la infraestructura y a la información.
El poder judicial, por su parte, debe hacer su parte eliminando las brechas de acceso a la justicia que aún persisten hacia estas personas, al permitirles actuar con autonomía y autodeterminación durante la toma de decisiones, independiente de su limitación ya sea mental, psíquica o intelectual.
Sin lugar a dudas, si las acciones educativas, preventivas y de atención relacionadas con la violencia de género hubieran considerado desde un origen enfocarse en la discapacidad, hoy la realidad sería distinta. Ahora, nos queda una ardua tarea por delante, que es asegurarles dignidad a todas las mujeres que viven esta realidad.
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