"Muchos de los presuntos desaparecidos no tienen existencia legal", así, con total desprecio por la vida humana, lo aseguraba en 1975 -ante la Asamblea de las Naciones Unidas- el delegado chileno de la dictadura, Sergio Diez. Así negaba la existencia de detenidos desaparecidos en Chile. Tres años después de estas burdas declaraciones, en las que también se argumentaba que muchos de las y los prisioneros políticos habían muerto en combates, el discurso oficial del régimen comenzaba a desplomarse ante el horror que quedó al descubierto en unos antiguos hornos de una mina de cal abandonada en el sector de Lonquén, comuna de Talagante.
Lo "presunto" pasó a ser evidente, porque el 30 de noviembre de 1978 marcó un punto de inflexión moral sin retorno para las y los militares y civiles violadores de derechos humanos y responsables de crímenes de lesa humanidad. Ese jueves 30 se encontraron restos de osamentas y ropas de 15 personas -de edades que oscilaban entre los 17 y 51 años- que habían sido detenidas por carabineros de la Comisaría de Isla de Maipo, cinco años antes, el domingo 7 de octubre de 1973, hace 50 años. La mayoría fue sacada desde sus propias casas, otras fueron arrestadas en la plaza de la comuna sin justificación alguna, ninguno tenía militancia partidaria. Ese fue el último día que los vieron con vida.
Este macabro hallazgo constituyó la primera prueba fehaciente de que el régimen mentía descaradamente, dejando en evidencia el andamiaje diseñado para la desaparición forzada de personas. Los restos aparecieron amarrados con alambres y, de acuerdo con el último informe de las autopsias, fueron brutalmente golpeados y enterrados aún con vida en los hornos al día siguiente de haber sido apresados. Los agentes policiales diezmaron a tres familias: los Maureira Muñoz (Sergio y sus hijos, José, Rodolfo, Segundo y Sergio); los hermanos Hernández Flores (Carlos, Óscar y Nelson) y los Astudillo Rojas (Enrique y sus hijos, Omar y Ramón). Completan esta cruel lista Miguel Brant, José Herrera, Manuel Navarro e Iván Ordoñez. Aunque el sufrimiento de los familiares no cesó con este siniestro descubrimiento.
Luego, los restos de los cuerpos fueron sacados del Instituto Médico Legal y enterrados en fosas comunes, sin consentimiento de los familiares. Y al tiempo, el nuevo dueño del fundo donde estaban los hornos ordenó dinamitarlos, borrando así el sitio de memoria.
Pero la maldad no se detuvo. En una brutal decisión, el régimen militar puso en marcha, tras el hallazgo de Lonquén, una estrategia de encubrimiento total de sus crímenes con la agraviosa "Operación retiro de televisores", que consistió en la exhumación de los cadáveres de detenidos desaparecidos que habían enterrado en fosas clandestinas a lo largo del territorio nacional, para luego lanzarlos al océano, condenando a miles de familias a una búsqueda infructuosa.
A 50 años del quiebre de nuestra democracia, como Universidad Alberto Hurtado organizamos un programa con una serie de actividades, entre ellas la inauguración en nuestras dependencias de la exposición "La Maldad en los Hornos de Lonquén", que reúne material de Luis Navarro, trabajador de la entonces Vicaría de la Solidaridad. Él acompañó la comisión que partió, tras recibir la denuncia, a los hornos de Lonquén y retrató las primeras imágenes del horror: cada cráneo, cada hueso, cada pieza dental, cada trozo de cabello, cada retazo de ropa que se desprendía por las chimeneas de los hornos eran restos de seres humanos que sí tenían una "existencia legal".
Esta exposición cobra especial relevancia al estar instalada en las dependencias de una universidad, pues está a disposición de las y los estudiantes, de jóvenes, quienes son la generación que debe tomar el testimonio de relevo para mantener la memoria del devenir de nuestra historia. Una memoria colectiva que no solo transmita su acervo cultural, su riqueza, también una memoria que honre el nunca más repetir aquellos infames hechos que desprecian la vida humana. El cómo queremos vivir como sociedad se debe ir construyendo sobre la base del respeto irrestricto a los derechos humanos, a la libertad de pensamiento, dando vida a un proyecto social y político asentado en una sana democracia.
Y también es relevante esta muestra en estos tiempos donde el auge del negacionismo está al alza. Si de algo les sirviera a estos grupos que niegan los hechos de nuestra historia reciente, podrían recordar que el propio Sergio Diez, décadas después (2004), dijo haber sido "engañado", que no estaba al tanto de la falsedad de algunos datos con los que se defendía la postura oficial del régimen de Pinochet sobre los detenidos-desparecidos. Aceptaba así, públicamente, que sí tenían "existencia legal", devolviendo algo de dignidad a los miles de víctimas, dignidad que, con el negacionismo actual, se les vuelve a robar y pisotear.
Hoy, parlamentarios y parlamentarias siguen justificando el golpe de Estado como "una acción inevitable", como una acción que sentó las bases de un "próspero" modelo económico. Uno podrá estar de acuerdo o no con estos argumentos, pero en lo que urge estar de acuerdo como país, es que siempre será injustificable, y por supuesto evitable, la violencia de Estado: ni como vía para hacer cambios institucionales ni para refundar los cimientos de un país.
Nada puede justificar la tortura, las ejecuciones extrajudiciales de prisioneros y la desaparición forzada de personas. Todo ello es una afrenta contra la humanidad.
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