Las mujeres hemos estado históricamente en una situación de desigualdad, lo cual se ha traducido en diferentes ámbitos de la vida cotidiana: en el sistema laboral, educacional, de pensiones y en cuanto a las víctimas de violencia, entre otros.
En el ámbito laboral, se expresa en la precarización de sus empleos, muchos de ellos se encuentran en la informalidad y son mal remunerados, sin contratos de trabajo, sin pagos de la seguridad social y sin seguro de cesantía, entre otras dimensiones.
Para el caso de Chile, el trabajo informal es del 30,4%, sin embargo, si se observa según género, 26,3% son hombres y 31% mujeres. Esto demuestra que la mayor parte del trabajo informal es femenino. Por otra parte, en nuestro país la brecha salarial en función de género sigue siendo alta, alcanzando valores por el sobre el 20%.
Sumado a lo anterior, cabe destacar que las mujeres son quienes, en una proporción muchísimo mayor, desempeñan las tareas domésticas en el hogar y el cuidado de terceras personas. Es importante destacar que las personas que no están trabajando por razones familiares permanentes, por ejemplo el cuidado de un enfermo, son en un 97% mujeres.
En cuanto a las pensiones, según el último informe de la Superintendencia de Pensiones, las mujeres reciben 39% menos de pensiones que los hombres. De esta manera, la jubilación promedio de las mujeres chilenas es sólo de $176.856.
Otro de los ámbitos más complejos y desoladores es la situación de violencia que viven a diario muchas mujeres.
Al menos un tercio declara haber sido víctima de violencia alguna vez en su vida. Y, en el caso más extremo, como son los femicidios, en lo que va del 2020 ya son 10 los femicidios consumados y 27 los frustrados. En esta misma fecha del año pasado eran 11 los femicidios consumados, lo cual nos comprueba que la violencia de género está lejos de erradicarse.
La desigualdad que se expresa en el ámbito laboral, de pensiones y en las víctimas de violencia demuestra sólo una parte de lo que viven las mujeres a diario. Y, todas estas desigualdades se han visto acentuadas con la crisis que hoy atraviesa nuestro país y el mundo a propósito de la pandemia declarada por el Covid-19.
En el caso de los trabajadores con empleos precarios, una de las labores más invisibilizadas y que han quedado en una situación de desprotección mayor, ha sido la de las trabajadoras de casa particular.
Una gran parte de ellas no tiene contrato de trabajo ni seguro social, y para proteger su propia vida, no han asistido a sus lugares de trabajo desde que comenzó la pandemia. Es indudable que el Estado debe hacerse cargo de esta situación de precariedad y desprotección que afecta en gran medida a las mujeres.
Por su parte, y en el contexto del aislamiento social que estamos viviendo, muchas personas están desarrollando otras formas de trabajar, fundamentalmente mediante el teletrabajo.
Sabemos que son las mujeres quienes realizan, en mayor medida, las tareas domésticas al interior de los hogares. El contexto de teletrabajo lleva consigo la precarización de las mujeres, teniendo muchas veces que lidiar con las labores domésticas al interior del hogar, el cuidado de terceros y el mismo teletrabajo.
Finalmente, y lo más complejo de la situación de precariedad que viven las mujeres es la violencia al interior de sus hogares.
El aislamiento social y el “quédate en casa”, para muchas mujeres, se ha convertido en un infierno, en la convivencia a diaria con su agresor.
La ONU ya se pronunció por el aumento de la violencia doméstica ante el escenario del coronavirus e hizo un llamado a los gobiernos a mirar detenidamente el alza de las denuncias a propósito de la violencia al interior de los hogares.
Ante esto, el ministerio de la Mujer debe actuar rápido y reforzar las medidas que vayan en el sentido de proteger a las mujeres que hoy están siendo víctimas de violencia de género.
Para esto, al menos, se deben tomar las siguientes medidas: aumentar la inversión en los servicios de ayuda en línea y facilitar la comunicación con las mujeres víctimas de violencia; establecer sistemas de alertas; reforzar las casas de acogida para que las mujeres no tengan que convivir con su agresor; ampliar las campañas comunicacionales dirigidas a prevenir la violencia y a informar los canales que tienen las mujeres para hacer denuncias seguras.
Los costos de esta pandemia no la deben pagar las y los trabajadores, no la pueden pagar los más pobres, no la pueden pagar las mujeres que hoy viven un infierno en el lugar que debiera ser el más seguro para ellas, sus casas. Nuestro imperativo ético mínimo es forzar a que el Estado otorgue bienestar y asegure dignidad para quienes hoy pasan momentos difíciles.
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