Ley Gabriela

Esta semana se promulgó como ley de la República la reforma a la ley 20480, que penaliza el femicidio. La nueva norma ampliará el tipo penal para incluir como femicidio no sólo el asesinato de la cónyuge o conviviente, sino también de la mujer con quien se hubiese tenido algún vínculo sentimental, como el noviazgo o el pololeo. Esta reforma, que además agrava las penas por este delito, ha sido conocida como “ley Gabriela”, en recuerdo de Gabriela Alcaíno, asesinada - junto a su madre - por su ex pololo, entonces un joven de 18 años.

Desde la Iglesia de Santiago, que a través de la Vicaría de Pastoral Social Cáritas acompaña por cerca de 12 años a mujeres víctimas de violencia de género, vemos con buenos ojos esta modificación, dado que hace correcciones relevantes a la normativa para sancionar de manera efectiva la violencia contra la mujer, además permite que la política pública de protección e intervención pueda ampliar su cobertura a mujeres que antes quedaban desprotegidas por no tener una relación “formal”.

La reacción legal y penal forma parte del conjunto de instrumentos con los que la sociedad debe enfrentar el drama de la violencia contra la mujer, sin embargo, no deben ser tomadas como su solución.

Estas medidas no tendrán suficiente eficacia si no se refuerzan con otras en los ámbitos de la educación y la cultura. En el origen de la violencia de género se encuentran estereotipos culturales en virtud de los cuales se afirma la supremacía del hombre sobre la mujer.

Esto genera violencias estructurales y simbólicas, algunas de las cuales pasan incluso inadvertidas, junto a otras más evidentes y respecto de las cuales la sociedad en su conjunto progresivamente formula su reclamo y su anhelo de reformas, como ocurre con los tratos denigrantes o humillantes en los medios de comunicación o la brecha salarial ante igual trabajo.

De ahí la importancia de remover las condiciones por las cuales se pretende la legitimidad de las relaciones de dominación de varones hacia mujeres, y que eso sea entendido desde temprano por niños y niñas en la familia y en la escuela, y por todos nosotros en los medios de comunicación, la publicidad e incluso en la investigación académica.

Movimientos filosóficos, espirituales y religiosos, desafortunadamente, han contribuido a lo largo de generaciones a la existencia de estas violencias de género cuya expresión más alta ha terminado siendo el femicidio, porque han ignorado o malentendido las desiguales relaciones entre mujeres y hombres.

En consecuencia, es mucho lo que todos y todas debemos reflexionar y cambiar sobre la manera en que hemos concebido estas relaciones.

Sin quererlo, hemos instituido como normales relaciones jerárquicas que implican la negación parcial o total de la dignidad de la persona, incluso desde una edad tan temprana como lo es la adolescencia en el caso de Gabriela. Para la Iglesia es clave el mutuo consentimiento en la vida íntima de los cónyuges, dado que hombre y mujer han sido creados con la misma dignidad. Lo mismo cabe decir para toda relación sentimental. De hecho, atenta contra dicha dignidad una relación que vea a la otra persona como objeto que puede ser utilizado, coartando su libertad y conciencia.

Hay quienes consideran que muchos de estos abusos han ocurrido a partir de los movimientos de emancipación de la mujer.

Pero, el Papa Francisco ha criticado dicha argumentación planteando que “es una forma de machismo. La idéntica dignidad entre el varón y la mujer nos mueve a alegrarnos de que se superen viejas formas de discriminación y de que en el seno de las familias se desarrolle un ejercicio de reciprocidad” (Amoris Laetitia nº 54).

Las distintas corrientes de feminismo deben ser discernidas, pero debemos alegrarnos y admirarnos porque en este reconocimiento de la dignidad de la mujer y de sus derechos hay una obra del Espíritu.

Trabajemos con entusiasmo para que en la sociedad y en la familia, hombres y mujeres puedan mirarse mutuamente como comunidad de voluntades libres en que el fundamento de la autoridad se funda en el servicio y no da origen a privilegios.

 

Co - autora, Loreto Rebolledo, Jefa del Área de Animación Solidaria. Vicaría Pastoral Social Caritas.

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