A pocos días de cumplirse 45 años del Golpe Militar en Chile, que dio comienzo a la más extensa y brutal tiranía de nuestra historia republicana, los derechos humanos vuelven a tomarse la agenda noticiosa.
Una acusación constitucional en contra de tres jueces de la Corte Suprema, por haber concedido libertades condicionales a condenados por crímenes de lesa humanidad perpetrados durante la dictadura militar; la renuncia de un ministro de las culturas, que duró apenas tres días en el cargo, luego de haberse difundido una descalificación que él manifestó públicamente, de palabra y por escrito, en contra del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos; la petición de renuncia, por parte de personeros de la Democracia Cristiana, a un subsecretario por su posible vinculación en el asesinato (vía envenenamiento) del ex-presidente Eduardo Frei Montalva en 1982.
A lo que se suman las masivas reivindicaciones feministas por el reconocimiento de la igualdad, la no discriminación y la autonomía de la mujer, y el emotivo reconocimiento que recibió el ex-diputado Andrés Aylwin, con ocasión de su reciente fallecimiento, por su incesante defensa de los derechos humanos durante la dictadura cívico-militar.
Toda esta contingencia noticiosa nos dice, inequívocamente, que “la cuestión” de los derechos humanos no es de ningún modo “asunto del pasado”, sino un aspecto fundamental de nuestro tiempo presente. Por la sencilla razón de que el respeto y la protección de tales derechos son necesarios para la convivencia democrática.
Así, descalificar públicamente de “montaje” a un Museo para víctimas de crímenes de Estado y, del mismo modo, exigir una “contextualización” de esos crímenes o una “explicación de sus causas”, provoca indignación y no una simple molestia.
Porque tal como ha dicho Carlos Peña, “contextualizar las violaciones a los derechos humanos es una forma de privar a esos derechos del carácter incondicional que poseen, su función de imperativo categórico de la sociedad contemporánea.”
Y ese imperativo categórico o valor incondicional que los derechos humanos representan, se apoya precisamente en el recuerdo del horror. El horror de que se hayan despreciado, por parte de quienes detentaron el poder público, aquellos preceptos mínimos sin los cuales no existe convivencia humana, sino el mero arbitrio de quienes poseen la fuerza de las armas.
Isaiah Berlin, uno de los más lúcidos pensadores liberales del siglo XX, dice a este respecto que “no hay corte judicial ni autoridad que pudiera permitir, por medio de un proceso legítimamente aceptado, que los hombres rindan falso testimonio, que torturen libremente o que aniquilen a sus semejantes por el puro gusto de hacerlo; nos resultaría inconcebible llegar a permitir que esos principios universales se rechazaran o se modificaran”.
Si la democracia, más que la regla de la mayoría, es un método de convivencia civilizada, tal convivencia es imposible de concebir sin que los distintos modos de vida reconozcan un conjunto de principios fundamentales en los que debe apoyarse el respeto a la pluralidad y la protección de una igual dignidad, que permitan a cada individuo y cada asociación cultural vivir como le parezca mejor, sin impedir a los demás de su propia forma de vivir.
Y tales principios, fundamentales para la democracia, son, justamente, los derechos humanos.
Sin derechos humanos sería imposible para nosotros, los ciudadanos, controlar la responsabilidad de los actos de la autoridad, y ni siquiera podríamos elegir a nuestros representantes a través de unas elecciones libres, periódicas e informadas.
Por ello, los derechos humanos son principios democráticos, y tanto la lucha por la democracia durante la dictadura cívico-militar como la legitimidad de la democracia en nuestro actual escenario, se justifican en la defensa de los derechos humanos.
¿Significa esto que los derechos humanos deben ser entendidos como una “religión laica” o una “esfera de lo no decidible”, esto es aquello que está excluido del ámbito de las decisiones mayoritarias, como han sostenido algunos especialistas?
Que los derechos humanos sean el “coto vedado”, que impide al gobierno mayoritario convertirse en “tiranía de las mayorías”, de ningún modo significa que, a las mayorías, sean parlamentarias o plebiscitarias, les esté vedado decidir sobre los contenidos y los límites de tales derechos. Suponer lo contrario significaría asumir que estos derechos encajarían en un esquema armonioso. Significaría negar la existencia de los llamados conflictos de derechos y, por ende, del pluralismo que la democracia implica.
Una democracia, entendida como método de convivencia civilizada, presupone el mayor campo de acción posible para la deliberación pública entre los distintos grupos de interés y, por cierto, para las decisiones mayoritarias. Sin que esto signifique, por cierto, legitimar la "tiranía de las mayorías".
¿O no será acaso una mayoría parlamentaria quien decidirá si se acoge o se desestima la acusación constitucional en contra de los cuestionados jueces supremos?
¿No será la deliberación de los presuntos “representantes del pueblo” la que decidirá si el actuar de esos magistrados es o no constitutivo de infracción al derecho internacional de los derechos humanos?
La señal que el Congreso de Chile decida dar al mundo en materia de derechos humanos es, por tanto, una legítima decisión de mayorías electorales, política y no religiosa.
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