Decía en 1981 el gran escritor Julio Cortázar que “cuando la desaparición y la tortura son manipuladas por quienes hablan como nosotros, tienen nuestros mismos nombres y nuestras mismas escuelas, comparten costumbres y gestos, provienen del mismo suelo y de la misma historia, el abismo que se abre en nuestra conciencia y en nuestro corazón es infinitamente más hondo que cualquier palabra que pretendiera describirlo”.
Y eso es lo que al parecer, lamentablemente, nos está pasando en Chile.
Porque el discurso de los “pobres viejitos enfermos” que ha venido levantando la derecha que se pretende moderna, pero que sigue siendo nostálgica de Pinochet, los pactos de silencio que persisten hasta hoy y las maniobras dilatorias que se acumulan en el Tribunal Constitucional, sólo tienen como objetivo la “impunidad biológica” de asesinos, torturadores y otros agentes uniformados y civiles de los organismos represivos de la dictadura. Es decir, esperar que mueran de viejos, para que no paguen por sus crímenes.
Porque aunque exista un coro permanente de voceros oficiosos de estos ex agentes que no se inmuta al hablar de persecución, prisión política y discriminación para hacer parecer que la justicia “abusa” de ellos, la verdad es que a pesar de que más de 3 mil chilenos murieron a manos de agentes del Estado, 1.192 aún figuran como detenidos desaparecidos y otros 33 mil sufrieron la tortura y la prisión por causas políticas, hasta diciembre de 2015 existían sólo 1.372 agentes procesados, acusados y condenados. De ellos, 163 recibieron penas de cárcel efectiva, aunque hasta fines de ese año sólo 117 cumplían prisión.
Es decir, se ha venido normalizando la impunidad. Se habla de mirar el futuro, pero no han dejado de bloquear el pasado. Se habla de las enfermedades que efectivamente tienen muchos de los condenados, y que como hemos dicho no nos negamos que se revisen caso a caso, pero cada vez se habla menos de las miles de víctimas y sus familias, quienes han recibido poco o nada de justicia, pese a que la han buscado y esperado por décadas.
Y todo este importante debate ha vuelto a situarse en el centro de la opinión pública nacional tras los fallos de la segunda sala penal de la Corte Suprema, que ha permitido la libertad condicional para siete condenados por graves violaciones a los derechos humanos.
Y más allá de quienes ven en estas decisiones una gran coincidencia con la reciente salida de los ministros Carlos Cerda y Milton Juica, lo más grave es que han dejado de considerarse como relevantes algunos de los factores más importantes, como la entrega de información que ayude a esclarecer las investigaciones y, el cada vez menos esperable, arrepentimiento de los crímenes cometidos.
Por eso el Gobierno de la Presidenta Michelle Bachelet había presentado a inicios de este año un proyecto de ley que buscaba eliminar el indulto presidencial para los condenados por crímenes contra los derechos humanos, entregando a los tribunales de justicia la atribución de responder a las solicitudes de los presos con enfermedades terminales. Evidentemente, ese será un proyecto que en esta administración no se tramitará.
Lo que está claro, es que cerca de cumplirse 45 años del golpe de Estado ya no es posible seguir aceptando la gastada tesis de los “excesos individuales”, que tiene como único objetivo hacer pagar a los eslabones más débiles de la cadena de mando.
Porque la negación del terrorismo de Estado, por parte de quienes bombardearon La Moneda, sigue intacta en las justificaciones que continúan esgrimiendo quienes hoy hablan de respeto a las instituciones y buscan erguirse como defensores de la democracia en otros países.
Más allá del manido discurso del “acatamos y no comentamos los fallos del Poder Judicial”, lo que está a la vista es que los presos de Punta Peuco están felices con este “supremazo”, que está cambiando la doctrina existente y aplicada hasta ahora en materia de derechos humanos. Seguramente la sensación de impunidad que ya sentíamos al saber que de los condenados en crímenes horribles, como el caso “Degollados”, sólo uno sigue cumpliendo condena; o que el oficial a cargo de la patrulla que quemó a Carmen Gloria Quintana y a Rodrigo Rojas, sólo estuvo un año preso, recibió un aumento de su pensión y hoy es sostenedor de un colegio, seguirá aumentando.
Los países que han vivido experiencias traumáticas o límites en materia de convivencia han logrado superar efectiva, y no sólo discursivamente, sus crisis históricas asumiendo la verdad de lo ocurrido y haciendo el mayor -y no el menor- esfuerzo en materia de justicia. Ahí tenemos como ejemplos el encarcelamiento de criminales mayores de 80 años en Alemania o Argentina. En ese esfuerzo, ciertamente, todos tenemos responsabilidades.
En caso contrario, a la sociedad sólo le quedará a mano la “funa” permanente de los criminales que pasearán por las mismas calles en que vivimos, llevarán a sus hijos a los mismos colegios que los nuestros, tomarán vacaciones en los mismos parques y balnearios que nuestras familias o se sentarán a nuestro lado en el cine.
Ese será el costo que todos deberemos pagar por un país donde, tristemente, hay poca verdad y cada vez menos justicia.
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