Hace un par de semanas, la cadena de comida rápida Burger King lanzó en Estados Unidos una edición limitada de hamburguesas bajo el formato llamado “cajita infeliz”. Marketing de ironía contra su tradicional rival, la idea ha nacido en alianza con Mental Health America, organización dedicada a promover la salud mental en los estadounidenses.
Versiones como la “cajita enojada” o la “cajita me importa un carajo”, buscan llamar la atención sobre nuestro estado anímico porque “nadie está feliz todo el tiempo, y eso, está bien” señala su comercial.
La tristeza, nos recuerdan, también existe.
¿Es necesario el recordatorio?
Campañas publicitarias como ésta parecieran ser un síntoma, una expresión subjetiva de un conflicto inconsciente.
La cajita infeliz es una disrupción al relato hedonista de la hipermodernidad, que, con sus coaches de felicidad, métodos wellness, libros y charlas de autoayuda, viajes fetiche y culto a la juventud, belleza y ocio, ha desplazado lo disfórico a un espacio de negación que prescinde del valor del fracaso, de la función de la tristeza, de la aceptación de la incomodidad.
La búsqueda y obtención del placer, bajo el código cultural que sea, nunca ha sido tan transversal como lo es hoy. El sentido de bienestar es todavía un lujo en muchas sociedades, sin embargo, el imperativo hedonista ha llegado a todas las clases sociales.
El disfrute ya no es un activo exclusivo de las clases dominantes, también es una aspiración de la masa que, reprimida por siglos, hoy recibe del mercado un impulso gozoso de liberación.
El neoliberalismo no sólo irrumpe en lo político y económico, ha intervenido en los procesos psíquicos para cimentar su fuerza en las lógicas sociales.
Es esta influencia la que ha creado un espejismo de felicidad. Y es que la sociedad de mercado ha confundido felicidad con placer, y placer con confort. Es decir, creemos que somos felices a través del placer, pero lo que logramos en realidad es confort negando la disforia.
Lo explica el economista Tibor Scitovsky : la sensación de placer surge de la eliminación de un estado de falta de confort, por ejemplo, disfrutaremos del calor de una fogata si tenemos frío. El problema es que entonces, nunca podremos sentir placer y confort a la vez; es necesaria la disforia, la incomodidad, para apreciar el goce.
Ante este dilema, la sociedad de consumo ha optado por el confort material, el menor esfuerzo físico, la eficiencia de tiempo y la funcionalidad.
Sin embargo, el origen de esta elección no ha sido buscar la satisfacción que obtenemos de los bienes y servicios, sino eludir la incomodidad que provocaría su ausencia.
Y es en esta elección que hemos confundido los conceptos confort, placer y felicidad. Si el 70% de los chilenos se declara feliz y Naciones Unidas nos posiciona como el país más feliz de Sudamérica, es por encuestas que utilizan variables asociadas mayoritariamente a calidad de vida (confort), vinculando la idea de que aquellos factores constituyen el estado de felicidad.
Pero el confort que nos entrega el mercado no implica necesariamente placer y menos aún felicidad.
El relato hedonista de la hipermodernidad presenta una fisura, un quiebre que nos enfrenta a la razón de la “cajita infeliz”: una sociedad que en realidad no busca el placer sino evitar el sufrimiento.
Porque ese estado de supuesto hedonismo tiene un costo, y es la presión del exitismo, la competitividad, la carencia de tiempo, la cultura de las apariencias, el cansancio, el tedio laboral, la falta de erótica y seducción, el apremio por el cuerpo perfecto o el régimen de la sonrisa permanente en redes sociales.
La ilusión hedonista es una contradicción de la que no somos plenamente conscientes, como expresa Slavoj Žižek “vivimos en una sociedad hedonista en la que no existen más aquellas reglas, aquella ideología que te dice ‘sacrifícate, esfuérzate’; no, hoy vivimos en una especie de hedonismo iluminado, una sociedad que nos dice ‘se tú mismo, cree en ti, realiza tu potencial, disfruta la vida’, pero con toda esa presión para ser libres, sufrimos más ansiedad e impotencia que nunca”.
¿Cómo abordar este espejismo?
La felicidad como mandato puede resignificarse y dejar de ser un yugo para transformarse en un genuino lugar existencial. La clave está en reconocer lo disfórico y comprender que aquello que nos aqueja es parte de la felicidad, aceptándolo sabiamente como una oportunidad de aprendizaje.
Pilar Sordo lo reflexiona acertadamente “es muy importante reconocer el valor de la tristeza; es una invitación a la autorreflexión, a lo íntimo, a examinar qué nos sucede, nos hace conscientes de nuestras heridas. Estar triste es muy bueno independiente de que no sea agradable, pero el hedonismo nos está haciendo daño ya que nos impide espacios de crecimiento al evitar lo que nos incomoda y obsesionarnos con estar contentos todo el tiempo. Pero ser demasiado positivo es también primo hermano de ser negador. La incomodidad, en cualquiera de sus formas, es buena, es una invitación a ser conscientes de nosotros”.
La “cajita infeliz” es parte del menú entonces. De vez en cuando, será bueno saborearla.
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