Las paltas están caras y eso produce una molestia popular, porque esta fruta es parte de nuestra cultura y alimentación tradicional. Pero el alto precio no es la principal forma en que la palta amenaza nuestra vida nacional, pues junto con subir los precios han subido también los impactos de sus expansivas plantaciones.
En enero de 1998, y mientras probablemente muchos de nosotros disfrutábamos un pan con palta en una once familiar veraniega, la producción de esta fruta se mantenía en niveles que podríamos calificar de sostenibles, llegando a las 100 mil toneladas anuales. En 2019, en tanto, la producción alcanzó en torno a las 200 mil toneladas al año, en línea con la duplicación del consumo global de paltas.
¿Qué se necesita para producir paltas? Los insumos principales son los árboles, un terreno cultivable y agua (cerca de 70 litros por palta). Adicionalmente, por supuesto, maquinaria, el trabajo y, opcionalmente, de productos químicos para hacer rendir más la cosecha. Como vemos, los costos de producción debieran ser los de esos insumos y el precio de la palta debería reflejar esos costos, además de una utilidad para sus productores.
Pero nos enfrentamos a una realidad donde los principales costos fijos no son cubiertos por los productores, sino por la sociedad en su conjunto. En primer lugar el agua, que es un bien colectivo, es utilizada de manera gratuita por quienes obtuvieron los derechos. Vale decir, que no se compensa de manera alguna a la sociedad, la que sin embargo carga con los costos cuando, por ejemplo, valles enteros quedan sin agua para la economía de subsistencia o incluso para el consumo humano mínimo.
En segundo lugar, los suelos. Nuestra regulación de suelos es escasa y poco profunda, pero los impactos que produce el monocultivo en los suelos y su productividad futura es algo muy relevante para la sociedad. De esos suelos y su calidad depende no sólo nuestra alimentación actual, sino también la alimentación de las generaciones futuras y por ello, la protección de la calidad de los mismos es fundamental.
Adicionalmente, las plantaciones de paltos han tenido una actitud expansiva hacia las laderas de los cerros de la zona central de Chile, eliminando para ello el bosque esclerófilo que se encuentra en dichas laderas. Esos cerros relativamente secos del verano, en que los espinos, quillayes, litres y boldos resisten meses de mucho calor y sequía, son esenciales para que los ciclos de nutrientes del suelo y del agua sigan funcionando adecuadamente en los valles. Cuando son eliminados para plantar, el costo nuevamente se traspasa a la sociedad, pues la sequía y otros desastres ambientales que puedan producirse a propósito de esta destrucción, no son de ninguna manera puestos en la cuenta de los productores.
Todo lo anterior es una falla regulatoria o una falta de regulación, que permite que los beneficios de una industria sean privatizados, mientras sus costos se socializan y se distribuyen difusamente entre todas las personas. Mientras tanto y a pesar de los valles que se secan y las personas que no tienen acceso al mínimo de agua para la subsistencia digna, la industria busca seguir expandiéndose en las regiones de Valparaíso, Metropolitana y de O'Higgins.
El desafío actual y futuro es la crisis climática y ecológica, pero ninguna de las lecciones que podemos sacar de los últimos 20 años de expansión de esta industria se refleja todavía en cambios normativos que permitan su desarrollo sin destruir nuestro territorio. Mientras ello no ocurra, el precio de la palta seguirá siendo extremadamente alto, y ni siquiera lo estaremos pagando al consumirla.
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