Estamos en medio de una crisis sanitaria mundial, la mayor en un siglo, pero es posible visualizar que la sociedad en que recibimos al Covid-19 será muy distinta a la que lo supere. No sólo respecto de los hábitos de higiene o sociales, sino que de la dinámica en la que todo ocurre, nuestros procesos.
La realidad nos está golpeando fuerte y la capacidad de adaptación de instituciones públicas y privadas se vio superada. Parecemos confundir los procesos con los fines que éstos persiguen.
Al vernos forzados a cambiar las formas o el proceso, nos congelamos, como si nos hubiesen arrebatado el objetivo mismo, cuando lo que debemos hacer, es cambiar el cómo hacemos las cosas.
Esto se ha visto reflejado, por ejemplo, en las enormes dificultades que ha tenido el Estado para generar mecanismos de ayuda para los trabajadores informales en Chile, que representan un 40,5% de la fuerza laboral del país según la Organización Internacional del Trabajo (OIT).
Nuestra estructura común de pensamiento de negocios de “planificación-ejecución”, ha sido superada por tantos métodos modernos que optan por un trabajo conjunto de “ideación-construcción”, flexible y maleable.
Sin embargo, seguimos apegados y definidos por la estructura clásica de hacer las cosas, creyendo que la ejecución estricta de un plan previo es una muestra de racionalidad.
La crisis sanitaria ha impuesto la necesidad de generar modificaciones legislativas que permitan flexibilidad en el sector privado, como es el caso del proyecto de ley de Imprevisibilidad de Contratos, que busca que estos puedan ser terminados en circunstancias imprevistas o no planificadas.
No cambiar la ejecución de un plan cuando las circunstancias cambian no tiene sentido, lo racional es la rápida capacidad de adaptación aplicando la estructura “ideación-construcción”. Uno no genera un plan, uno genera una idea, y luego no la ejecuta, la construye.
La consultora McKinsey&Company, en su artículo “Regreso: un nuevo músculo, no solo un plan”, describe esto como la necesidad de que las empresas desarrollen una capacidad que pueda “absorber la incertidumbre e incorporar lecciones en el modelo operativo rápidamente”.
Este “sistema nervioso central”, como ellos lo proponen, responde a un diagnóstico acertado y, dependiendo de su capacidad de leer datos y autoridad, puede ser una buena solución. Pero podemos (y debemos) ir más allá. Más que agregar un nuevo órgano, debemos alterar el ADN nuclear de las empresas para que cada célula reaccione al entorno de forma diferente.
Generar este cambio de mentalidad no tiene que ser un proceso difícil o lento. Empresas en Chile ya lo están ejecutando de manera exitosa, como ha ocurrido con instituciones bancarias en las que, distintas áreas no relacionadas con innovación como ventas o atención al cliente, están trabajando en torno a una misión y son esos mismos equipos quienes detectan sus dificultades e implementan las soluciones.
Tal vez es hora de que empecemos a pensar en cómo renovar la arquitectura y la cultura organizacional, para que sus procesos sean dinámicos y responsivos en sí mismos. Este es el momento de dejar atrás la estructura mental de planificación-ejecución, reemplazando la rigidez por la capacidad de adaptarse en tiempo real y utilizando todas las herramientas que tenemos a nuestra disposición.
Volver la mirada hacia los objetivos y dejar que la forma y el proceso se mejoran a si mismos, redibujar nuestros planes día a día. Si hoy día los códigos de software son capaces de hacerlo ¿Por qué nuestras organizaciones no?
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