Autopoiesis universitaria*: del pensamiento ilustrado al culto del índice h

Hubo un tiempo -no tan lejano- en que la universidad se concebía como el templo de la razón, el ágora del pensamiento crítico, el lugar donde las ideas se forjaban con la lentitud propia de lo importante. Otago University, en Nueva Zelanda, recogió parte de esa lección kantiana en su lema: "Sapere aude" ("Atrévete a saber" o "Ten el valor de usar tu propia razón"). Hoy, en cambio, parece más un campo de entrenamiento obsesionado con producir papers como salchichas: muchos, rápidos y sin importar demasiado de qué están hechos.

Bienvenidos a la era de la autopoiesis universitaria, ese fenómeno tan bien explicado por el profesor Humberto Maturana, donde el sistema se reproduce a sí mismo sin necesidad de mirar hacia afuera. ¿Para qué pensar en el sentido del conocimiento si podemos contarlo? ¿Para qué arriesgarse a una reflexión incómoda si podemos acumular citas y trepar en los rankings como quien colecciona estampillas?

El índice h, esa pequeña letra convertida en tótem, ha logrado lo impensado: transformar a los investigadores en obreros de fábrica cuya productividad (rápida, y urgente), se mide por la cantidad de veces que otros obreros citan sus productos. Poco importa si la cita es por elogio, por refutación o porque el algoritmo lo sugirió. ¡Lo que cuenta es que cuente!

Un artículo en Scientometrics (2022) -irónicamente, una publicación especializada en medir la ciencia- identifica cuatro problemitas del índice h. Problemitas, escribo, por no decir que es un castillo de naipes con pretensiones de rascacielos. Que si inflan las citas, que si no distingue entre autores, que si favorece las publicaciones en equipo (aunque uno solo haya puesto la coma final). ¿Y qué? ¡A nadie le importa mientras suba el numerito!

Ortega ya lo veía venir: la hiperespecialización produce bárbaros ilustrados, gente capaz de escribir 47 artículos sobre un receptor neuronal específico, pero incapaz de pensar el lugar que ocupa ese conocimiento en el mundo. Y Kant, arrugaría la nariz al ver que la autonomía del juicio ha sido reemplazada por la sumisión al factor de impacto de la revista en la que colocamos nuestros trabajos.

¿Y qué decir de Jorge Hirsch, el creador del índice h? La ironía máxima: un físico marginado por la ortodoxia científica por sostener en 1989 que la teoría generalmente aceptada de los superconductores de baja temperatura (la teoría BCS) era errónea. Hirsch quiso democratizar el reconocimiento... y terminó armando un sistema que premia a los más visibles, no a los más lúcidos. Una especie de Frankenstein académico que se le escapó de las manos.

Así avanza la universidad autopoiética: encerrada en su lógica de reproducción infinita, donde el objetivo ya no es iluminar la realidad frente al coro de la masa, o pensar críticamente, sino sobrevivir al próximo concurso académico. Porque si no publicas, no existes. Si no citas y te citan, no vales. Y si dudas del sistema, eres un hereje, o peor: un improductivo.

Finalmente, parece que eso de que "lo que se hace por amor, siempre está más allá del bien y del mal", un parafraseo del lúcido texto de Nietzsche "Más allá del bien y del mal" (188c), genera urticaria en la academia contemporánea, pues todo indica que, lo que realmente importa no es la esencia del trabajo, ni su verdadero impacto, sino - sólo- lo que se puede cuantificar.

* Atribuyo la expresión al rector Carlos Peña G.

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