Chile sin docentes: ¿Por qué nadie quiere enseñar?

Por décadas, el sistema educativo chileno ha enfrentado una crisis silenciosa pero persistente: el déficit de profesoras y profesores. Las cifras son claras, alarmantes y desafían el futuro funcionamiento del sistema educativo. Esto ya ha sido difundido por diversos medios y se ha puesto sobre la mesa en la discusión técnico-política.

Ante esta realidad, los esfuerzos legislativos y técnicos se han centrado mayoritariamente en elevar los requisitos de ingreso a las carreras de pedagogía, bajo el supuesto de que mejores puntajes en la PAES garantizarán una formación docente de calidad y por ende, una mejora en el aprendizaje de niños, niñas y jóvenes. Pero este enfoque, si bien necesario en su dimensión meritocrática, es insuficiente e incluso contraproducente si no va acompañado de una verdadera voluntad política que enfrente las causas estructurales del problema.

Hay una premisa que no puede ser ignorada: ningún joven con talento y vocación elegirá la docencia como proyecto de vida si esta profesión continúa siendo socialmente desvalorizada y económicamente castigada. La narrativa que responsabiliza exclusivamente a los estudiantes por la baja calidad educativa -porque "no alcanzan el puntaje suficiente"- elude una pregunta más compleja: ¿por qué la docencia dejó de ser una opción atractiva, incluso para quienes cumplen con los requisitos académicos?

Una de las visiones que se ha planteado en este debate ha insistido en que la solución está en "atraer a los mejores" con exigencias más altas. Sin embargo, esas mismas voces han guardado silencio frente a las condiciones laborales que esperan a esos "mejores" una vez egresados: aulas sobrepobladas, precarización laboral, presión administrativa, desgaste emocional y una carrera docente que, pese a las reformas, aún no representa un horizonte de desarrollo profesional sólido. ¿Quién elige una profesión con alta responsabilidad social y baja retribución material y simbólica?

Para revertir esta situación, se requiere una política integral que recupere el prestigio de la docencia. Ello implica, por un lado, un reconocimiento social y profesional real: no basta con discursos vacíos que ponen la vocación en el centro; se trata de revalorizar al docente en el entramado social, reconociendo su rol no solo como ejecutor de contenidos, sino como agente central en la construcción democrática y cultural del país. Eso requiere de reformas curriculares, participación docente en las decisiones pedagógicas, acompañamiento real y sustantivo en los primeros años de ejercicio y protección frente al contexto de violencias en la actualidad.

Por otro lado, es urgente una revisión profunda de la carrera docente, que no puede seguir anclada exclusivamente a evaluaciones estandarizadas y ascensos lentos y poco motivadores. Se necesitan mejoras salariales sustanciales, sobre todo en los primeros años de ejercicio profesional, y políticas que incentiven la permanencia en contextos vulnerables. Un docente motivado, bien remunerado y socialmente valorado será mucho más que un buen puntaje de ingreso.

La discusión de los requisitos de admisión no debe ser trivializada ni reducida a una oposición binaria entre "bajar estándares" o "mejorar la calidad". Lo que está en juego es mucho más profundo: es el futuro de la educación pública y, por ende, de la cohesión social. No resolveremos el déficit docente solamente elevando barreras de entrada. Al contrario, corremos el riesgo de amplificar las desigualdades si no generamos condiciones reales para que más jóvenes elijan ser profesores. Hoy más que nunca, necesitamos una voluntad política que trascienda el cortoplacismo y se comprometa con una transformación estructural del rol docente. Porque no habrá reforma educativa posible -ni mejora en la calidad ni en la equidad- si no hay profesores y profe

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